Poco después de la caída de la tarde llegaron y me dispensaron
una acogida muy cordial. Júpiter, riendo de oreja a oreja, bullía preparando
unos patos silvestres para la cena. Legrand se hallaba en uno de sus
ataques-¿con qué otro término podría llamarse aquello?-de entusiasmo. Había
encontrado un bivalvo desconocido que formaba un nuevo género, y, más aún, había
cazado y cogido un escarabajo que creía totalmente nuevo, pero respecto
al cual deseaba conocer mi opinión a la mañana siguiente.
-¿Y por qué no esta noche?-pregunté, frotando mis manos ante el
fuego y enviando al diablo toda la especie de los escarabajos.
-¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! -dijo
Legrand-. Pero hace mucho tiempo que no le había visto, y ¿cómo iba yo a
adivinar que iba usted a visitarme precisamente esta noche? Cuando volvía a
casa, me encontré al teniente G***, del fuerte, y sin más ni más, le he dejado
el escarabajo: así que le será a usted imposible verle hasta mañana. Quédese
aquí esta noche, y mandaré a Júpiter allí abajo al amanecer. ¡Es la cosa más
encantadora de la creación!
-¿El qué? ¿El amanecer?
-¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un brillante color
dorado, aproximadamente del tamaño de una nuez, con dos manchas de un negro
azabache: una, cerca de la punta posterior, y la segunda, algo más alargada, en
la otra punta. Las antenas son...
-No hay estaño en él, massa Will, se lo
aseguro-interrumpió aquí Júpiter-; el escarabajo es un escarabajo de oro macizo
todo él, dentro y por todas partes, salvo las alas; no he visto nunca un
escarabajo la mitad de pesado.
-Bueno; supongamos que sea así-replicó Legrand, algo más
vivamente, según me pareció, de lo que exigía el caso-. ¿Es esto una razón para
dejar que se quemen las aves? El color-y se volvió hacia mí-bastaría para
justificar la idea de Júpiter. No habrá usted visto nunca un reflejo metálico
más brillante que el que emite su caparazón, pero no podrá usted juzgarlo hasta
mañana... Entre tanto, intentaré darle una idea de su forma.