Atravesamos en una barca la ensenada en la punta de la isla, y
trepando por los altos terrenos de la orilla del continente, seguimos la
dirección Noroeste, a través de una región sumamente salvaje y desolada, en la
que no se veía rastro de un pie humano. Legrand avanzaba con decisión,
deteniéndose solamente algunos instantes, aquí y allá, para consultar ciertas
señales que debía de haber dejado él mismo en una ocasión anterior.
Caminamos así cerca de dos horas, e iba a ponerse el sol,
cuando entramos en una región infinitamente más triste que todo lo que habíamos
visto antes. Era una especie de meseta cerca de la cumbre de una colina casi
inaccesible, cubierta de espesa arboleda desde la base a la cima, y sembrada de
enormes bloques de piedra que parecían esparcidos en mezcolanza sobre el suelo,
y muchos de los cuales se hubieran precipitado a los valles inferiores sin la
contención de los árboles en que se apoyaban. Profundos barrancos, que se abrían
en varias direcciones, daban un aspecto de solemnidad más lúgubre al paisaje.
La plataforma natural sobre la cual habíamos trepado estaba tan
repleta de zarzas, que nos dimos cuenta muy pronto de que sin la guadaña nos
hubiera sido imposible abrirnos paso. Júpiter, por orden de su amo, se dedicó a
despejar el camino hasta el pie de un enorme tulípero que se alzaba, entre ocho
o diez robles, sobre la plataforma, y que los sobrepasaba a todos, así como a
los árboles que había yo visto hasta entonces, por la belleza de su follaje y
forma, por la inmensa expansión de su ramaje y por la majestad general de su
aspecto. Cuando hubimos llegado a aquel árbol. Legrand se volvió hacia Júpiter y
le preguntó si se creía capaz de trepar por él. El viejo pareció un tanto
azarado por la pregunta, y durante unos momentos no respondió. Por último, se
acercó al enorme tronco, dió la vuelta a su alrededor y lo examinó con minuciosa
atención. Cuando hubo terminado su examen, dijo simplemente:
-Sí, massa: Jup no ha encontrado en su vida árbol al que
no pueda trepar.