-¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre está loco,
seguramente!) Pero veamos, ¿cuánto tiempo se propone usted estar ausente?
-Probablemente, toda la noche. Vamos a partir en seguida, y en
cualquiera de los casos, estaremos de vuelta al salir el sol.
-¿Y me promete por su honor que, cuando ese capricho haya
pasado y el asunto del escarabajo (¡Dios mío!) esté arreglado a su satisfacción,
volverá usted a casa y seguirá con exactitud mis prescripciones como las de su
médico?
-Sí, se lo prometo; y ahora, partamos, pues no tenemos tiempo
que perder.
Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbrado. A cosa de
las cuatro nos pusimos en camino Legrand Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió
la guadaña y las azadas. Insistió en cargar con todo ello, más bien, me pareció,
por temor a dejar una de aquellas herramientas en manos de su amo que por un
exceso de celo o de complacencia. Mostraba un humor de perros, y estas palabras,
"condenado escarabajo", fueron las únicas que se escaparon de sus labios durante
el viaje. Por mi parte estaba encargado de un par de linternas, mientras Legrand
se había contentado con el escarabajo, que llevaba atado al extremo de un trozo
de cuerda; lo hacía girar de un lado para otro, con un aire de nigromante,
mientras caminaba. Cuando observaba yo aquel último y supremo síntoma del
trastorno mental de mi amigo, no podía apenas contener las lágrimas. Pensé, no
obstante, que era preferible acceder a su fantasía, al menos por el momento, o
hasta que pudiese yo adoptar algunas medidas más enérgicas con una probabilidad
de éxito. Entre tanto, intenté, aunque en vano, sondearle respecto al objeto de
la expedición. Habiendo conseguido inducirme a que le acompañase, parecía mal
dispuesto a entablar conversación sobre un tema de tan poca importancia, y a
todas mis preguntas no les concedía otra respuesta que un "Ya veremos".