-¡Oh, sí!-replicó, poniéndose muy colorado-. Le recogí a la
mañana siguiente. Por nada me separaría de ese escarabajo. ¿Sabe usted que
Júpiter tiene toda la razón respecto a eso?
-¿En qué?-pregunté con un triste presentimiento en el corazón.
-En suponer que el escarabajo es de oro de veras.
Dijo esto con un aire de profunda seriedad que me produjo una
indecible desazón.
-Ese escarabajo hará mi fortuna-prosiguió él, con una sonrisa
triunfal-al reintegrarme mis posesiones familiares. ¿Es de extrañar que yo lo
aprecie tanto? Puesto que la Fortuna ha querido concederme esa dádiva, no tengo
más que usarla adecuadamente, y llegaré hasta el oro del cual ella es indicio.
¡Júpiter, trae ese escarabajo!
-¡Cómo! ¡El escarabajo, massa! Prefiero no tener jaleos
con el escarabajo; ya sabrá cogerlo usted mismo.
En este momento Legrand se levantó con un aire solemne e
imponente, y fué a sacar el insecto de un fanal, dentro del cual le había
dejado. Era un hermoso escarabajo desconocido en aquel tiempo por los
naturalistas, y, por supuesto, de un gran valor desde un punto de vista
científico. Ostentaba dos manchas negras en un extremo del dorso, y en el otro,
una más alargada. El caparazón era notablemente duro y brillante, con un aspecto
de oro bruñido. Tenía un peso notable, y, bien considerada la cosa, no podía yo
censurar demasiado a Júpiter por su opinión respecto a él; pero érame imposible
comprender que Legrand fuese de igual opinión.
-Le he enviado a buscar-dijo él, en un tono grandilocuente,
cuando hube terminado mi examen del insecto-; le he enviado a buscar para
pedirle consejo y ayuda en el cumplimiento de los designios del Destino y del
escarabajo...