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Para sus mujeres, tiene todos sus grandes efectos; sus hombres llegan a veces a la ineptitud más completa. Bien apersonados, bien vestidos, estirados, olorosos, y nada más. A veces figuras extrañas, a veces caricaturas, aunque sin llegar a la extravagancia, por razón del procedimiento, son todos envueltos en el torbellino de lumbre que emerge la primera actriz, que por lo general, en su papel deja fuera de todo interés a los que la rodean. Así la Fargueil, en Dalila; la Favart, en Julia; y la Bernhardt en La Esfinge. Excepción: El Señor de Camors, obra de un romanticismo refinado. Y aún en esta excepción vemos al personaje en cuestión entre el amor de tres mujeres que le adoran de distinta manera y en las cuales gasta Feuillet mucho arte y cuidado, llegando a hacerlas tan atrayentes como al protagonista.

¿Se compara Feuillet con los pintores? Pues he aquí que como Clays en sus marinas y Carolus Durand en sus desnudos, él es especialista en ciertas figuras femeninas, invariables, y con un parecido que no da lugar a duda.

Tiene en sus obras cierto tinte que algunos han calificado de peligroso. Apareciendo revestido de una religiosidad conmovedora, se introduce en secretos misteriosos no muy llevaderos con una moderación restricta. Pudiera decirse: una cruz sacrosanta, como la de que nos habla Campoamor, sobre un seno desnudo, incitante. Como no es franco ni descocado, vela el peligro; y en lo velado va lo resbaloso para la inocencia. Mas si se busca un escritor, un novelista más sujeto a la devoción, difícil es encontrarle. En ello hay su intención, dado que contrarresta el empuje dado por esa escuela de impiedad que ha intentado dar al traste con creencias y misticismos.

* * *

Las condesas, marquesas y demás personajes de Feiullet son barajados por él en sus distintas obras. Mas no por eso deja de percibirse que son los mismos con tal o cual disfraz o nombre. Supóngase una noble familia de marionettes, cuyos alambres penden de las manos de Feuillet. Cada vez que se presenten con distinto nombre y traje, se les conocerá en el rostro su procedencia. Pero ¡hay tal encanto y belleza en su manera de hablar, en el sello que les imprime la mano directora, que son dignas siempre de un cordial y entusiasta recibimiento! Julia, Sibila, la señora de Campvallon, la señora de Pers... ¡Bienvenidas!

* * *

Es La Esfinge una de las obras en que el autor puso todas sus artes para crear un personaje, como Blanca, que es brillante, rápida, con una tormenta en el corazón, comprimida y guardada por ella en medio de sus giros de mariposa, pero que estalla y trae consigo la catástrofe. ¡Cuán bien recuerda un crítico ya citado la schöne Sphinx de Enrique Heine! ¡La Liebe! Sí, la Liebe que se revuelve y precipita y lanza y produce tormentosos martirios; no la Minne suave y apacible que huelga encender las almas en hogueras ideales.

Blanca es la esfinge; es el misterio. Esa bella criminal que lleva la muerte en un polvo venenoso encerrado en un anillo, es algo a modo de relámpago. Al contemplar a los esposos en una escena de delicias íntimas, ¡fuera el misterio! La Esfinge ha revelado el siniestro enigma.

Berta, la esposa afligida y enojada, no puede soportar tamaño escándalo, como los amores de su esposo y Blanca. Pero Blanca, que tiene en sí algo de infernal, muere como un ángel, pues la libra de toda mancha su suicidio... ¿Su suicidio? No, las lágrimas que derrama por ella la esposa que la mira prisionera de la muerte.

¿Qué hablar de los personajes secundarios de la obra, cuando ellos no pasan de complementos más o menos proporcionados a la importancia del desarrollo de la acción del drama?

 
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de Rubén Darío

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