No obstante de que Feuillet imitó buenamente, a su modo, a Alfredo de Musset, hasta el grado de que se le encajase el apodo de Musset de las familias, se propuso imitar a Alejandro Dumas hijo, creando una especie de pendant a La Dama de las Camelias con Dalila.
Pero ¡qué!
Dumas, con su franqueza, no podía ser parecido a Feuillet, con su timidez. Dumas dice lo que quiere, claro, bien claro; y todos lo entienden, como que es para todos los oídos; Feuillet, contenido, nimio, hablando tan solamente un lenguaje para novicios o colegialas de monasterio... ¡Qué diferencia!
Con todo, los recursos dramáticos hallaron actores aparentes. Dalila tuvo una Mademoiselle Fargueil que no tenía pero.
Después, en la Comedia Francesa, la Sarah Bernhardt reemplazó a la Fargueil en Dalila; pero Sarah, con ser Sarah, apenas logró que la crítica fuera benévola con ella.
De todas maneras, sin el talento de actores de fuste, Monsieur Octave Feuillet no debe presentarse en las tablas, porque ha de padecer desencantos y tristezas. Confórmese con las ediciones repetidas de sus obras; con ser saboreado por las gentes comme il faut, al cortar las páginas satinadas de sus libros cuchillos de marfil, manejados por diminutas manos, enguantadas y olorosas.
¡Pero el novelista sí, que tiene su trono!
Al poner sus manos en el teclado de la lengua, es de escuchar ese ritmo, esa grata armonía que arranca como un insigne ejecutante, que bien ganado tiene un sillón en el recinto de los inmortales.
Cada novela de Feuillet, puede caer en manos de la más escrupulosa señorita; y es por su factura para estar colocada en los salones, entre el caprichoso tibor, el labrado florero y el tremó biselado; o al descuido abandonada, en horas de cansancio, sobre hirsutas felpas o terciopelos bien mullidos.
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Estilista (con perdón de la Academia) lo es Feuillet, y allí finca uno de sus más elevados blasones literarios. No a la manera de Gautier deslumbrador, con regueros de pólvora y brasas, con esos períodos crepitantes como la leña verde que se arroja al hogar a consumirse; sí comedido, temeroso de dar un traspiés, atendiendo al efecto que puede causarse en las mejillas cándidas, propicias a la erubescencia, y juntando las flores del altar con las que adornan los elegantes tocadores.
¡Peligrosa confusión!
Sobre todo, Feuillet ha encontrado el gran resorte: la mujer. Ha estudiado todas las delicadezas femeniles; todos los gustos de hembra, todo lo que puede haber dentro de un seno de rosa y mármol, que cubren levísimos encajes. Más aún: crea tipos de mujer que son efectivos, vivientes, pensantes; aunque en estos caminos del mundo nunca demos con ellos, por ser casi imposibles.
Su Condesita, su Julia son harto vivas e interesantes; -Julia, especialmente, que no sólo en el libro fue dichosa con el público, sino que hubo una actriz de los recursos de la Favart, que supiera darle un colorido encantador en el teatro.
Pero vamos, es un hecho que Feuillet no sale de los blasones y ejecutorias. No acierta a perfilar una silueta que no sea de personaje de le monde. Es cuestión de temperamento.