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En tal momento Piero no sólo desconoció a las
montañas, a la tierra, a las personas. Se desconoció a sí mismo. Él era entonces
tan distinto que, como todo, más allá de conservar ciertos rasgos familiares, no
parecía ser él mismo. Y se sintió tan pleno, tan profundo, tan feliz, con tanta
paz, empapado de amor. Su piel no era un límite y por sus poros parecía
embeberse de todo como una esponja ávida de agua. Sintió que todo ante sí tenía
una inagotable belleza, una riqueza incalculable. Sintió haberse asomado a un
mundo inconmensurable. Y dicho reconocimiento lo dimensionó. Se sintió ubicado
(precisamente ante la ubicuidad). Y a partir de dicha experiencia de
anonadamiento, de abatimiento como sujeto (suspendiendo el juicio y la soberbia
del que objetiva), sobrevino una profunda humildad. Pues sólo en tal estado se
sintió digno y capaz de abrirse por entero, de exponerse por completo, de sentir
y recibir. A su vez, ello le proporcionó una enorme libertad. Sintió que
prescindía de viejos prejuicios y condicionamientos, creando un amplio espacio
para que ese nuevo universo se expresara. Esta total desnudez que otrora lo
hubiera asustado, le proporcionaba ahora un enorme gozo, una avidez por
empaparse de todo, un fervor. Y su sensibilidad creció, su atención cobró
plenitud y apertura, experimentando un sentido de compromiso inusual. En fin, se
supo amante. Pues sintió un amor profundo, incondicional, descubrió que la
trascendencia de la experiencia por la que atravesaba lo convocaba a comulgar en
lo más esencial de su ser. Al apagarse lentamente la música, como en una
suave resonancia sin término, Piero volvió como de un sueño, conmovido, aturdido
aún del sopor. Recobraba su capacidad de análisis pero se sintió como parido de
algo nuevo (es más, asaltó su mente la imagen de un parto y se sintió más cerca
de reconocer la sensación que produce). Piero creyó entonces que la experiencia
sufrida era como si se le hubiera abierto una puerta a otro mundo. Como si
hubiera sido arrojado a una tierra inconmensurable, a otra dimensión. No
comprendía lo ocurrido pero reconoció por su vivencia que ante lo
inconmensurable no cabían sino la humildad, la libertad y la sensibilidad.
Sintió que era irremediable convertirse en amante. Estaba ahora de vuelta en
terreno más conocido, pero aún se sentía aturdido y temblaba por la incursión en
ese mundo nuevo y fabuloso. Esa misma noche, su mano no podía ocultar cierto
estremecimiento al volcar la experiencia vivida en su diario de viaje y al verse
compelido a rotularlo, por supuesto en la lengua del Dante, el italiano (aún
inmerso en otro idioma uno rotula y cuenta o enumera en su lengua natal), como:
"Terra Incommensurabile".
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