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Piero no pudo precisar cuando ocurrió, pero en cierto instante el deleite se transformó en algo más profundo, denso, insondable. El bien sabía que la música nos abre las puertas de experiencias profundas, pero nunca había experimentado algo así. En un instante su mente, su corazón, su alma toda parecieron comenzar a diluirse en la melodía, a ser uno con la melodía, suspendiendo su subjetividad. Y la vibración creció y comenzó a llenar todo el espacio. Se hizo una, armonizó todo en un único latido. Entonces Piero se sintió parte de ese gran latido. De una gran vibración que no reconocía comienzo ni final, omnipresente, eterna. Tan bella e insoportable como el rostro de la perfección. Y allí fue cuando Piero comenzó a desconocer. Ya el lugar y las personas no eran los mismos, como si una puerta a un mundo fabuloso, imponderable, se hubiera abierto delante de él. Pues de pronto todo el lugar se tornó distinto. La atmósfera se hizo más clara y diáfana, se aquietó. Y una luz naranja amarillenta lo cubrió todo, contrastando y recortando cada borde en brillos celeste-blanquecinos contra un firmamento de un azul profundo, casi negro. Una luz similar al resplandor del atardecer que entibia todo, que lo llena todo. Una luz amarillenta que penetra las pupilas y que nos acaricia y nos traspasa (que no podemos dejar de percibir ni aún incluso con los ojos cerrados). Que no sólo nos trae distancias y nos baña en lejanías sino que ahonda, que abisma. Que se difunde en nuestro interior y lo expande de manera insospechada, poniéndonos en contacto con su inmensa profundidad. Así, Piero sintió como que todo se expandió. Y las montañas, los árboles y las piedras eran ahora distintos, como así también las personas. Más allá de conservar cierto semblante familiar, todo era entonces incomparable, de una belleza extraordinaria. Las personas que ahora tenía delante de sí eran tan asombrosas que ya no parecían seres humanos. Las figuras, luminosas y resplandecientes, eran menos severas, más difusas, al extremo que parecían no tener borde. Y exhibían una belleza completamente fuera de lo común. Los rostros, los cuerpos, las manos? ; todo era armonía, suavidad, dulzura. Cada movimiento era tan perfecto que parecía parte de una danza infinitamente practicada. Cada ademán parecía haber sido aprendido de todos los pájaros, como si estos sublimes seres hubieran develado el secreto del lento fluir del agua en los arroyos, peinando gentilmente plantas y acariciando rocas. Piero sintió que contemplar cada uno de estos gestos, cada uno de los movimientos, le hacía bien al alma; era acariciar y ser acariciado. Y los ojos y las miradas de estos seres tenían tanta profundidad como cercanía. Traían abismos y a su vez acariciaban. Por su parte, el contacto corporal era algo extremadamente más difuso que el que acostumbramos. No se podía precisar el instante en que dos manos se tocaban pues el contacto ya parecía comenzar a la distancia. Y ello no era meramente una cuestión visual sino que aquí el tacto no era algo abrupto y definido. Tocar era algo gradual, suave, pero todo lo contrario a algo in-substancial o diluido, pues dicho acto poseía una densidad inenarrable. Pues lo que tocaba era lo intangible, con toda su contundencia. Así, todo límite era en sí difuso y el acto de mirar gozaba de tal transparencia que era desnudar y desnudarse. Y el contacto con las cosas y con las personas se había vuelto tan profundo, tan preñado de significación; ¡tan trascendente! Era difundir, era fundirse, era comunión. Era hermanarse, hacerse uno. Y lo realmente importante era el contacto en sí, el ingrediente común que se evidenciaba, la luz, la vibración.

 
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Terra Incommensurabile de Gustavo A. Appignanesi   Terra Incommensurabile
de Gustavo A. Appignanesi

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