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Terra
Incommensurabile
Inconsciente
del acto al que se abismaba, Ignacio de Villamayor se apuró a soltar un enérgico
soplido. Así, el blanquecino polvo que cubría la tapa del extraño libro olvidado
en el altillo se esparció por el aire de la habitación. Y en tanto que delatadas
por un tímido rayo de sol crepuscular que atravesaba la tenue atmósfera de media
luz que envolvía al lugar, las partículas de polvo se arremolinaron, como
apremiadas por un mandato inexorable, en un desesperado frenesí por abrirse
camino a empujones hacia donde pudieran, cual danzando con arrebato para por fin
luego, ya satisfechas, rendirse a los designios de la armonía y flotar
ingrávidas regalando impredecibles destellos de plata. Ya no tan niño Ignacio
sentiría que, en la belleza estética de dicho instante, las motas de polvo (como
rescatadas de su ignorancia en una metáfora que sólo luego sabría apreciar) le
abrían todo un universo nuevo, cual estrellas y constelaciones que, suspendidas
en el espacio del altillo, signaban su futuro. Y hasta asimilaría luego dicho
acto a una insuflación de vida que, al contrario del sentido bíblico, en vez de
dar, recibía. Obviamente que al forzar la dilatación de sus pupilas para
rescatar del olvido a las gastadas palabras que afloraban en la tapa del libro
hallado no lo podía predecir. Pero dicho instante fue en sí (como todos) más
profundo y bello que lo que podría recordar luego, pues el mundo era para él aún
tan virgen, tan nuevo, tan bello. No hay nada como la mirada de unos ojos de
niño. Esto también lo reconocería luego, aunque mucho tuviera que pasar antes de
ello. De cualquier manera, ajeno a todo esto, Ignacio abandonó entonces el
éxtasis y la momentánea distracción que dicha danza cuasi-cósmica le había
proporcionado y dejó que sus ojos recuperaran el interés por su objetivo:
"TERRA
INCOMMENSURABILE", leyó con dificultad.
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