Esa impresión de conjunto más brillante cuanto
más lejana es en cierto modo la que dan los libros de Joseph Conrad y su
encanto indefinido es el encanto del recuerdo de un viaje. De un viaje que no
hemos realizado nunca y que no realizaremos nunca quizá, pero que su
lectura parece despertar nítido, brillante, cuajado de detalles, del
fondo de muestra imaginación.
Sus personajes no son hombres y mujeres de tierra firme,
creados por su mente. Al encontrarles en la páginas, como en un
estación, como en un hotel o a bordo de un barco, no sabemos nada de
ellos. Conrad no explica nada; será a través del libro, o del
viaje, cuando ellos mismos se darán a conocer por gestos, por palabras,
por miradas... Quizá, uno entre todos, condescienda a contaros algo de su
propia existencia, o un tercero os informe tal vez, pero será en forma
entrecortada por los hechos corrientes de la vida; habrá en esos relatos
fallas y contradicciones, gestos y palabras que harán que vosotros
forméis un juicio propio sin tomar demasiado en cuenta la
explicación que se os da. Es sin duda por eso mismo, y por la
minuciosidad con que están descriptos sus gestos, por lo que parecen
seres vivos a través de la vida. No son completamente buenos ni
absolutamente malos, no tienen, como los héroes de las novelas de
caballería, un poder o un valor invariable; son cobarde a veces, a veces
mezquinos y a veces pródigos, como los hombres, esos modestos marineros,
esos ambiciosos habitantes de la islas que son los verdaderos tipos de
Conrad.