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Unas horas en Budapest o unos días en Constantinopla,
hace años, no son ya, el nombre de las calles por las cuales pasamos, de
los edificios ante los que nos detuvimos; hemos olvidado todo eso. Hemos
olvidado, por fortuna, las explicaciones del guía. No sabemos ya, si el
Templo de San Matías, ocupa el centro o las afueras de Budapest (pero
¡qué maravillosos los muros de piedra que lo guardan celosamente de
las miradas importunas) ni hacia qué lado de Constantinopla cae el Gran
Bazar, ni siquiera el nombre aquella mezquita que veíamos, semioculta
entre un bosquecillo de laureles, desde la ventana de nuestro cuarto de hotel.
Con el tiempo lo hemos olvidado todo; hasta las piastras o los gúldenes
diarios que ese cuartito nos costaba... pero en cambio no olvidaremos
jamás la visión de "ciudad ensueño" envuelta en
los vapores del Danubio y centelleante de las luces de sus cafés y
"restaurantes", que a media noche presenta Budapest, su calles
oscuras, silenciosas, que de pronto vibran de una lejana música que trae
el aire no se sabe de dónde, ni menos aún el pesado oleaje
diamantino del Bósforo o el aspecto fantástico del gran puente a
mediodía, bajo ese sol terrible de Constantinopla, al que se pudren
millares de cascos de melones, sandías y pimientos y sobre los que pasan
con riesgo de resbalar quince veces en dos minutos, ridículos y sudorosos
europeos con el sombrero en una mano y el pañuelo en la otra, turcos
amables y cetrinos, judíos que visten aun la sucia hopalanda de seda de
sus antepasados del siglo dieciocho, lindas turquitas que muestran el rostro
oliváceo y van a la Universidad, matronas cubiertas por un dominó
de tela negra, que tienen lunares postizos pegados entre las cejas, y tobillos
monstruosos rematados por un zapato de bebé, árabes vendedores de
dátiles, españoles con reliquias de Tierra Santa, grupos de
norteamericanas con libretas "Kodaks" y un guía,
automóviles, carros, coches, carneros y borricos...
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El negro del Narciso
de Joseph Conrad
ediciones elaleph.com
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