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Ocurrió que Mr. Verloc estaba dispuesto a hacerse cargo de él junto con la madre de su mujer y el mobiliario, que constituía toda la fortuna visible de la familia. Mr. Verloc igualó todo en su amplio y bondadoso pecho. El mobiliario se acomodó lo mejor posible en toda la casa, pero la madre de Mrs. Verloc fue relegada a los dos cuartos traseros del primer piso. El infortunado Stevie dormía en uno de ellos. Por esa época, un delicado vello empezó a sombrear, como una niebla dorada, la nítida línea de su maxilar inferior. Ayudaba a su hermana con amor ciego y docilidad en las tareas de la casa, Mr. Verloc pensó que alguna tarea sería buena para el muchacho. El tiempo libre se lo hizo ocupar dibujando círculos con compás y lápiz sobre un trozo de papel. El chico se aplicó al pasatiempo con gran empeño, con sus codos desparramados e inclinado sobre la mesa de la cocina. A través de la puerta abierta de la trastienda, Winnie, su hermana, lo observaba de a ratos con vigilante actitud maternal. |
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El agente secreto
de Joseph Conrad
ediciones elaleph.com
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