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En cuanto al muchacho, era difícil saber qué hacer con él: delicado y hasta buen mozo en su fragilidad, el labio inferior le colgaba dándole un inevitable aire de estupidez. Bajo nuestro excelente sistema de educación compulsiva, aprendió a leer y escribir a despecho de la desfavorable apariencia de su labio caído. Pero como mandadero no obtuvo muchos éxitos. Olvidaba los mensajes; se apartaba con facilidad del estrecho camino del deber, seducido por gatos y perros vagabundos a los que seguía por estrechos callejones, hasta llegar a patios hediondos; se distraía con las comedias callejeras que contemplaba boquiabierto, en detrimento de los intereses de sus patrones, o se paraba a ver las dramáticas escenas de las caídas de caballos, cuyo patetismo y violencia a veces lo inducían a chillar agudamente entre la muchedumbre, poco amiga de ser perturbada por sonidos angustiosos en su tranquila degustación del espectáculo nacional. Cuando algún serio y protector policía lo alejaba del lugar, a veces le ocurría al pobre Stevie que había olvidado su domicilio- al menos por un rato-. Una pregunta brusca lo hacía tartamudear hasta la sofocación. Cuando algo lo asustaba y confundía, bizqueaba de modo horrible. No obstante, nunca tuvo ataques, lo cual era alentador, y frente a los naturales estallidos de impaciencia de su padre, en los días de la infancia, siempre pudo correr a refugiarse tras las cortas faldas de su hermana Winnie. Por otro lado, bien se lo podía considerar sospechoso de poseer un oculto acopio de picardía atolondrada. Cuando cumplió catorce años, un amigo de su difunto padre, agente de una firma extranjera productora de leche envasada, le dio una oportunidad como cadete de oficina. En una tarde neblinosa, el muchacho fue descubierto, en ausencia de su jefe, muy ocupado con una fogata en la escalera. Había encendido, en rápida sucesión, una ristra de retumbantes cohetes, iracundas ruedas de fuego artificial, recios buscapiés explosivos; y la cosa se hubiera podido poner muy seria. Un tremendo pánico cundió en todo el edificio. Oficinistas sofocados, con la ropa en desorden, corrían por los pasillos llenos de humo; hombres de negocios, mayores, con sus galeras de seda, rodaban, separados, escaleras abajo. Stevie no parecía haber obtenido ninguna gratificación personal a partir de lo que había hecho. Sus motivos para ese ataque de originalidad eran difíciles de descubrir. Sólo mucho más tarde Winnie obtuvo de él una nebulosa, confusa confesión. Parece que los otros dos mandaderos del edificio lo influyeron con relatos de opresión e injusticia, hasta llevar su compasión a un grado de frenesí. Pero el amigo de su padre, por supuesto, lo despidió sumariamente, acusándolo de querer arruinar su negocio. Después de ese arranque altruista, Stevie fue ubicado como ayudante de lavaplatos en la cocina de la planta baja y como lustrabotas de los caballeros que apoyaban la mansión de la plaza Belgravia. Era seguro que no había futuro en ese trabajo: los caballeros daban al muchacho, de vez en cuando, un chelín de propina. Mr. Verloc se mostró como el más generoso de los inquilinos. Pero, con todo, ello no significó un gran aumento de las ganancias y expectativas; así que, cuando Winnie anunció su compromiso con Mr, Verloc, su madre no pudo menos que preguntarse, con un suspiro y una mirada hacia la cocina, qué iría a ocurrir, en adelante, con el pobre Stevie. |
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El agente secreto
de Joseph Conrad
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