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La madre de Winnie era una mujer corpulenta, con una gran cara morena; usaba peluca negra debajo de una cofia blanca. Sus piernas hinchadas la mantenían inactiva. Se consideraba a sí misma descendiente de franceses, lo que bien podía ser cierto; después de sus buenos años de vida matrimonial con un hotelero simplón, que tenía licencia para expendio de licores, se mantuvo en sus años de viudez alquilando habitaciones amuebladas para caballeros, cerca de la calle Vauxhall Bridge en una plaza que alguna vez poseyó esplendor y todavía estaba incluida en el distrito de Belgravia. Este hecho topográfico implicaba cierta ventaja para la propagandización de los cuartos. Pero los clientes de la digna viuda no pertenecían justamente al tipo elegante. Tales como eran, Winnie, su hija, ayudaba a atenderlos. Rasgos de la ascendencia francesa que la madre reivindicaba para sí eran visibles también en Winnie. Se transparentaban en la extrema pulcritud y artístico peinado de los negros cabellos brillantes. Asimismo Winnie tenía otros encantos: su juventud, su cuerpo pleno, rotundo, de formas armoniosas, la provocación de su reserva insondable, que nunca llegaba a desbaratar la conversación siempre animada de los pensionistas, a quienes ella respondía con uniforme amabilidad. Era inevitable que Mr. Verloc fuera permeable a esas fascinaciones. Mr. Verloc era pensionista intermitente; iba y venía sin ninguna razón visible. En general llegaba a Londres (como la gripe) desde el continente, sólo que él no llegaba precedido por los anuncios de la prensa, y sus visitas transcurrían en medio de gran severidad. Desayunaba en la cama y se quedaba acostado, dando vueltas, con aire de tranquila diversión, hasta el mediodía. Y a veces hasta más tarde. Pero cada vez que salía, daba la impresión de tener grandes dificultades para encontrar el camino de regreso a su hogar temporario, en la plaza Belgravia. Salía tarde y regresaba temprano, si es que es temprano las tres o cuatro de la mañana; al despertar, a las diez, charlaba con Winnie que le traía la bandeja del desayuno con jocosa, rendida cortesía, con la voz ronca y desfalleciente de quien ha estado hablando con vehemencia durante varias horas consecutivas. Sus ojos saltones, de párpados pesados, giraban amorosos y lánguidos, estiraba la ropa de cama hasta el mentón y su oscuro bigote cuidado cubría sus labios carnosos, hábiles en chanzas dulcificadas. En opinión de la madre de Winnie, Mr. Verloc era un fino caballero. De su experiencia vital, recogida en diversas "casas de negocios", la excelente mujer había llevado a su vida de reclusión un ideal de caballerosidad tal como el que exhibían los parroquianos de los salones privados de los bares. Mr. Verloc se aproximaba a ese ideal; en rigor, lo había alcanzado.

-Por supuesto, nos haremos cargo de tus muebles, mamá había aclarado Winnie.

 
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