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Resonaba, y a esa señal, a través de la polvorienta puerta vidriera, por detrás del mostrador pintado, aparecía rápidamente Mr. Verloc, desde el salón de la trastienda. Sus ojos siempre estaban pesados; Mr. Verloc tenía el aspecto de haberse revolcado totalmente vestido, durante todo el día, en una cama deshecha. Otro hombre hubiera pensado que esa apariencia era una notoria desventaja. En un comercio de venta al menudeo tiene mucha importancia el aspecto atractivo y amable del vendedor. Pero Mr. Verloc conocía su negocio y se mantenía incólume frente a cualquier tipo de duda estética acerca de su apariencia. Con descaro firme e imperturbable, hubiera procedido a vender a través del mostrador cualquier objeto que en forma escandalosamente obvia no valiera la plata que se llevaba la transacción: una pequeña caja de cartulina, en apariencia vacía, por ejemplo, o uno de esos endebles envoltorios amarillos, cerrados con esmero, o un volumen sucio, de tapas blandas, con algún título prometedor. Una que otra vez ocurría que una de las descoloridas, amarillas bailarinas se vendía a algún jovencito, como si se tratara de una muchacha viva y joven.

A veces era Mrs. Verloc la que respondía al llamado de la campanilla rajada. Winnie Verloc era una mujer joven de busto prominente, realzado por una blusa entallada, y de caderas anchas. Su cabello estaba siempre muy bien peinado. De ojos cargados, como su marido, conservaba un aire de indiferencia insondable detrás del baluarte del mostrador. Entonces el cliente, por lo general más joven que ella, se sentía de pronto desconcertado por tener que tratar con una mujer, y con fastidio, en el corazón preguntaba por una botella de tinta de marcar, precio de venta seis peniques (en el negocio de Verloc siete peniques) que, una vez afuera, hubiera volcado a escondidas junto al cordón de la calle.

Los visitantes nocturnos los hombres con los cuellos levantados y las alas del sombrero bajas saludaban a Mrs. Verloc con una familiar inclinación de cabeza y murmurando alguna cortesía levantaban la tapa plegadiza de la punta del mostrador, para entrar en la trastienda que daba acceso a un pasillo y a un empinado tramo de escalera. La puerta del negocio era la única entrada de la casa en la que Mr. Verloc desarrollaba su negocio de vendedor de mercaderías sospechosas, ejercía su vocación de protector de la sociedad y cultivaba sus virtudes domésticas. Estas últimas eran manifiestas: estaba domesticado a fondo. Ni sus necesidades espirituales, ni las mentales, ni las físicas eran de las que llevan al hombre fuera de su casa. En el hogar encontraba ocio para su cuerpo y paz para su conciencia, junto a las atenciones conyugales de Mrs. Verloc y al trato deferente de la madre de ella.

 
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de Joseph Conrad

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