-Y ahora a mi vez-dijo Mad. Lerins, que había llegado a tiempo para tomar parte en la conferencia, -querido amigo, os suplico que me oigáis con atención. M. Lerins cree que Geierfels es una nueva Tebaida; yo opino todo lo contrario. Cuando M. Leminof estaba aquí, figuraba voluntariamente en nuestras diversiones, y por tanto no tomo por lo serio su afición a vivir retirado. Ya veréis como encontraréis allí fiestas, regocijos, cabalgatas, polacas de aire gazmoño, princesas de teatro, bellezas mundanas, rosas blancas, sombreros con penachos, ríos de diamantes, ¿venturas, billetes almibarados, conciertos de guitarra... ¿y qué se yo qué más? ¡Ahí pobre filósofo! ¿qué va a ser de vos en medio de ese torbellino? Temo que perdáis la cabeza; un consejo voy a daros: tenedlo, por bueno, aunque no esté dividido en tres partes, como el sermón de M. Lerins: no cometáis la necedad, querido amigo, de arrojar el corazón al mundo, que es como un perro mal criado que no suelta nunca la presa. .
-¡Lo que son las mujeres!-exclamó M. Lerins encogiéndose de hombros.- Sus consejos no tienen sentido común. ¡Mi mujer raciocina como aquella buena madre de familia, cuyo hijo partía para ir a trabajar en unas minas, y le ponía en la maleta un preservativo contra las insolaciones!
Gilberto no podía menos de observar que le aconsejaban demasiado, y que Boileau era harto indulgente cuando decía: «Hay que preferir siempre un consejo a una alabanza. »
-Si alguna belleza me destroza el corazón -contestó riendo a la señora Lerins, -recogeré cuidadosamente los pedazos, os los traeré, los juntaré, y me haréis otro nuevo.
Ocho días después se puso en camino.