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M. Lerins tenía relaciones de amistad con un joven lorenés llamado Gilberto Savíle, sabio de gran mérito, que algunos años antes había salido de Nancy para ir a París a probar fortuna. A los veintisiete de su edad, había tomado parte en un concurso abierto por la Academia de las Inscripciones, con una «Memoria» sobre la lengua etrusca que obtuvo el premio, y que fue declarada por unanimidad obra maestra de erudición. Aguardó durante algún tiempo que este brillante éxito, que le había dado nombradía entre los hombres sabios, le ayudara a obtener algún puesto lucrativo y a salir de la precaria situación en que se hallaba. No fue así. Su mérito hizo que fuera estimado; sus modales y su trato encantador le ganaron muy buenos amigos, sus relaciones eran numerosas; se veía bien acogido y acariciado en todas partes. Obtuvo, hasta sin solicitarlo, la entrada en algunos salones, donde se codeaba con hombres que estaban en posición de serle útiles y asegurar su porvenir. Todo esto, sin embargo, de nada le servía; el empleo no llegaba. Lo que más le perjudicaba, era la independencia de carácter y de opiniones que tenía en la masa de la sangre. A simple vista, se adivinaba en e1 a un hombre incapaz de dejarse atar las manos, y la única lengua que este hábil filólogo no pudo aprender era la jerga insustancial que se usa en las tertulias. Añadiremos a esto que Gilberto, era un alma contemplativa y por tanto orgullosa o indolente. Dar pasos, agitarse, solicitar, era para él un suplicio. Se podía dar al olvido impunemente cualquiera promesa que se le hubiera hecho, porque era hombre incapaz de recordarla. Por otra parte, como no Se quejaba jamás, nadie cala en la tentación de compadecerle. En una palabra, entra las mismas personas que hubieran llegado a abrigar la intención de protegerle, y contribuir a su elevación, unas decían sin pensarlo: «¿Qué necesidad tiene de nuestra protección? Hombre tan notable no necesita el auxilio de nadie. » Otros pensaban sin decirlo: «Mucho cuidado; éste es otro Letronne. Una vez ponga el pie en el estribo, sabe Dios hasta dónde llegará.» Otros, en fin, decían y pensaban: «Este joven es encantador. ¡Es tan discreto!... no se parece a fulano ni a zutano...» Indiscretos que estaban empleados.

Las dificultades de su existencia habían vuelto a Gilberto serio y reflexivo, sin que eso se le oprimiera el corazón ni se apagara el fuego de su mente. Era demasiado juicioso para rebelarse contra la suerte, pero estaba decidido a permanecer superior a ella.

-Eres lo que puedes -decía dirigiéndose al destino; -pero no te vanaglories de que servirás de medida a mis pensamientos.

Gilberto tenía un carácter muy singular. Cuando había sufrido algún disgusto o decepción, cuando veía desvanecida alguna grata esperanza, cuando alguna puerta entreabierta se le cerraba de repente, abandonaba por algunas horas sus habituales ocupaciones, se iba a herborizar por los alrededores de París, y esto era bastante para que lo diese todo al olvido.

Después de haber leído la carta de M. Leminof, el doctor Lerins fue a encontrar a Gilberto: le hizo un retrato del conde Kostia tal como se lo representaban sus recuerdos un tanto lejanos, y hasta le invitó, antes de adoptar una resolución, a pesar con madurez el pro y el contra; pero en el momento de separarse de su joven amigo:

-Después de todo, creo que rehusará; -dijo para si; - ¡esto sería una fortuna demasiado inesperada para ese boyardo! De su rostro de moscovita sólo recuerdo un enorme par de cejas; más espesas y altaneras que nunca; tal vez todo quede reducido a eso. ¡Hay algunos hombres que no tienen más que cejas¡ ¡Qué contraste con mi querido Gilberto! Esa mezcla de fuerza y dulzura que se advierte en él, la nobleza de su rostro, la frente ancha y despejada, sus grandes ojos azules en los que se pinta tan benévola curiosidad, ese aire de grave recogimiento, agraciado por una sonrisa fresca y juvenil que está en consonancia con la limpidez de la mirada; la voz pura, sonora y franca, un tanto armónica, que sabe imprimir a las emanaciones del espíritu una especie de acento salido del corazón...¿qué hará de todo eso el conde Kostia? No niego que a veces sabía mostrarse amable, gracioso, reductor; pero en el fondo se ocultaba su rapacidad. No hay duda; ¡entregarle nuestro Gilberto, seria arrojar una perla entre las patas de un leopardo! Así racíocinaba M. Lerins; pero dos horas después Gilberto recibió una carta que le decidió a partir a Geierfels. Se la había escrito uno de los conservadores de la Biblioteca imperial, anunciándole que acababan de adjudicar una plaza vacante en el negociado de los manuscritos a un competidor suyo mucho menos recomendable por su mérito, pero sin duda nacido con mejor estrella. Los últimos renglones decían así: «No os desaniméis; lleváis el bastón de mariscal en la cartuchera. Un hombre como vos tiene asegurado su porvenir. »

-¡Me estarán repitiendo esto hasta la víspera de mi muerte!- -se dijo a sí mismo Gilberto irguiendo la cabeza; y sin dilación corrió a casa de M. Lerins.

El doctor intentó quebrantar su resolución; luego, viendo que era tiempo, perdido:

-Querido Gilberto -acabó por decirle: - ya que estáis decidido, permitidme que os dé algunos consejos, al parecer insignificantes. A ese gran señor moscovita con quien vais a vivir mano a mano en su silvestre retiro, tengo el honor de conocerle, y, según creo, muy a fondo. Os ruego que no os dejáis dominar por la gracia de su talento ni la seducción de sus modales. Por el amor de Dios, no os vayáis a prendar de ese hombre, no le deis ni la cienmilésima parte de vuestro corazón -todo eso perderíais, y más adelante tendríais el pesar de llamaros a engaño... Luego ya podéis figuraros si da un sueldo de dos mil cuatrocientos pesos a su secretario, es porque piensa ser muy exigente con él. Dádiva por dádiva; ojo por diente. No echéis en olvido ese párrafo de su carta «Ese joven pájaro nocturno me hará el favor de tener carácter - qué a mí me convenga. » El conde Kostia os exigirá dos mil cuatrocientos pesos de abnegación. ¿Estáis al cabo?...

No hay que desperdiciar nada. Os pido por favor que, seáis consecuente, y después de haber aceptado la proposición no vayáis a solicitar alguna rebaja. Tales argucias no darían resultado y padecería vuestra dignidad. Este es mi segundo consejo; ahora os daré el tercero, por que siempre es bueno hablar de todo con el orden debido. El buen señor está desengañado de todo, es el rey de los escépticos, y habéis de saber, amigo mío, que el descreimiento de un ruso adquiere proporciones indecibles. Es hombre que no creo en nada, y hasta dudo

que tenga opinión fija de nada. No le dejéis, pues, entrever vuestro entusiasmo. Lo convertiría en juguete suyo. Ya me parece que le estoy viendo alargar sobre esta pieza sus encorvadas uñas de gato montés. ¡Conviene hacerse el muerto a sus ojos, querido Gilberto ¡De lo contrario, alerta con los arañazos! A pesar de cuanto podáis decirme, soy de parecer que vuestra alma es una verdadera sensitiva. No hay que esforzarse mucho para hacerla sufrir.

 
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El Conde Kostia de Víctor Cherbuliez   El Conde Kostia
de Víctor Cherbuliez

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