-¡Mamá!, ¡mamá!...
-¿Qué quieres, vida mía? ¿Verdad
que estás mejor? ¡Dime qué sientes! ¡Pobrecito
mío! Trae acá tus manitas, ¡voy a calentarlas! Ya te vas a
aliviar, alma de mi alma. He mandado encender dos cirios al Santísimo. La
Madre de la Luz ya va a ponerte bueno.
El niño vuelve en derredor sus ojos negros, como
pidiendo amparo. Clara lo besa en la frente, en los ojos, en la boca, en todas
partes. ¡Ahora sí puede besarlo! Pero en esa efusión de amor
y de ternura, sus ojos, antes tan resecos, se cuajan de lágrimas, y Clara
no sabe ya si besa o llora. Algunas lágrimas ardientes caen en la
garganta del niño. El enfermito, que apenas tiene voz para quejarse,
dice:
-¡Mamá, mamá, no llores!
Clara muerde su pañuelo, los almohadones, el
colchón de la cunita. Pablo se acerca. Es hora ya de que él
también lo bese. Le toca su turno. Él es fuerte, él es
hombre, él no llora. Y entretanto, el doctor, que se ha alejado, revuelve
la tisana con la pequeña cucharilla de oro. ¿Qué es el
sabio ante la muerte? La molécula de arena que va a cubrir con su oleaje
el océano.
-Bebé, Bebé, vida mía. Anímate,
incorpórate. Hoy es año nuevo. ¿Ves?