Una mano fortísima estrecho la mía, frágil, pequeña y
delicada de escritor, acostumbrada a deletrear sobre el papel con tinta china,
ojear libros y teclear frente a la pantalla. Una cara ancha, barbuda y los
ojos "revolcados" color miel me saludaron amistosamente. Al mismo tiempo era
una mirada que parecía ver mucho más allá de lo que estamos habituados los
individuos comunes y corrientes. Me miraba cálidamente, pero desde un lugar
muy distante. Rubén fue muy amable, transparente, sin interesarse demasiado en
mí. Lo cual me pareció muy bien, pues no dejaba de sentir angustia ante la
experiencia de enfrentarme a un verdadero Hombre de Conocimiento.
Nos encontrábamos en un bello terreno boscoso, poblado por
gigantescos pinos de más de diez metros de altura y grosísimo tronco. Era el
Sitio Sagrado donde se llevaría a cabo la ceremonia.
En un claro del bosque, en un lugar despejado y elegido
previamente por Rubén, ayudé a colectar una serie de piedras volcánicas
traídas de las faldas del propio Paricutín. Piedras que fueron escupidas hace
décadas por sus entrañas volcánicas.
Guiados por Víctor y Rubén, yo y el resto de los asistentes
quienes sumábamos una veintena, formamos una tienda de campaña con lonas,
maderos y plásticos. En el centro de aquel cubil se colocarían las piedras
ardiendo. Se inició una inmensa hoguera donde se calentaron las rocas al rojo
vivo. Semidesnudos, los asistentes entraríamos a gatas en el inframundo. Los
indígenas lo llamaban desde hace milenios: Temazcal. El Baño Sagrado, la
Vuelta a la Madre Tierra. El Vientre del Universo.
Antes de ingresar, con suma discreción Rubén repartió a
algunos de los asistentes el contenido de una jarra, donde previamente se
vertió un té extraído de la Planta Sagrada : El Abuelito: El
Peyote.
Bebí de mi taza sin pensarlo, semidesnudo, con tan solo un
short encima, mi vientre de fuera, redondo y blanquecino por la falta de
exposición al sol.