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Mal cumpliera con mis obligaciones, hermoso y discreto auditorio, si antes de empeñarse en el discurso de mi novela, no siguiera el estilo de mi antecesora, sacando alguna moralidad della, porque con lo deleitable se mezcle lo provechoso, y más nos importa para nuestra reformación. Mi novela advierte a los enamorados cuán ilícita cosa es gozar sus ocasiones por medios que sean en daño del prójimo; cuánto debemos honrar a los difuntos, y últimamente para los padres y mayores que tienen familia, cuánta vigilancia deben tener en sus casas, mayormente si tienen hijas mozas, cuya guarda es dificultosa si dellas mismas no nace el recato, y para dar principio a mi discurso, pasa así:

Valencia, noble ciudad, metrópoli de aquel antiguo reino de quien él toma su denominación, ilustrada del invicto y magnánimo rey don Jaime, su conquistador, con tan suntuosos templos, insignes edificios, nobles y generosas familias de caballeros, cuyos ascendientes mostraron en su conquista su animoso esfuerzo y el valor de su generosa sangre. De uno de los apellidos más nobles desta ciudad, que pienso callar, era don Diego, caballero generoso y señor de un rico mayorazgo. Era viudo de una noble y discreta señora, en quien tuvo un hijo que en la edad de dieciocho años hacía grandes ventajas a su padre en el sosiego, en la prudencia y el tener muchos más amigos que él, porque don Diego, después que le faltó su esposa, pasado el primer año de su viudez, trató de divertirse con mujeres y juegos, con grande distraimiento, de manera que en dádivas y pérdidas que hizo consumió todos los bienes libres suyos y del dote de su esposa y empeñó su mayorazgo, cargándole de censos impuestos con facultades: cosa que deben bien mirar a quien le toca el darlas, pues no se habían de conceder menos que con causa muy legítima, pues viene a ser en notable daño y menoscabo de los mayorazgos y raras veces se restaura lo que una se empeña por este camino, viniendo sus herederos a quedar con más obligaciones que hacienda. Así sucedió por don Juan, hijo de este pródigo y perdido caballero, pues en medio de sus divertimientos perdió el padre la vida en una breve enfermedad, dejándole pobre, sin tener con qué pagar las muchas deudas que debía a diferentes personas, así del juego como de empréstitos.

Hizo pues el entierro a su difunto padre con más pompa que alcanzaba su posibilidad, y pareciéndole que la existencia en la ciudad le acrecentaba obligaciones y gastos sin haber con qué sustentar uno y otro, determinó retirarse a una pequeña aldea donde tenía alguna hacienda de su mayorazgo y estarse en ella hasta desempeñarse. Hízolo así, dejando las casas de sus padres cerradas, sin persona que las habitase, si bien dejó en ellas el aderezo necesario en un aposento para cuando determinase venir a la ciudad y lo demás del menaje de casa se lo llevó a la aldea.

Quince días habría que don Juan estaba allí retirado, cuando una noche a poco más de las diez horas de ella, se oyó en la casa deste caballero un portentoso ruido de cadenas que andaba desde el terrado hasta los aposentos del cuarto principal; y cuando cesaba el temeroso rumor, le alternaban con unos gemidos tan dolorosos y tristes que causaban grande pavor a quien los oía. Alborotó a todo el barrio esta notable novedad, dilatándose por toda aquella ciudad de modo que no se decía en ella otra cosa sino que la ánima de don Diego andaba penando en sus mismas casas, atribuyéndole este tormento a la poca satisfacción que dio en vida y dejó en muerte a sus acreedores.

No paró en sólo oír el espantoso ruido mucha gente, así de sus barrios como de los remotos dellos, sino que algunas noches claras vieron asomar por las ventanas de la casa una prodigiosa visión, tan disforme y espantable que algunas personas estuvieron muy al cabo de sus vidas con el espanto que recibieron en verla, sin atreverse nadie a saber qué pudiera ser aquella fea y abominable figura cercada de cadenas y con tanta aflicción. Con esto don Juan se estaba en la aldea, corrido y avergonzado de que estuviese tan dilatado por la ciudad que era el alma de su difunto padre la que alborotaba sus barrios, dando horror y espanto a los vecinos dellos; y aunque se le ofrecían cosas a que acudir a Valencia de sus negocios, las dejaba perder por no posar fuera de sus casas ni oír lo que decían en ofensa de su padre sus acreedores.

Bien se pasaría un mes que continuamente todas las noches a una

misma hora no faltó de oírse este temeroso rumor, viéndose algunas veces la temerosa visión, cuando un hermano del difunto don Diego vino de Zaragoza a un pleito sobre cierta herencia a Valencia; y antes de entrar en ella quiso verse con don Juan, su sobrino, en la aldea donde estaba, por pedirle las llaves de sus casas para habitarlas el tiempo que hubiese de durar el pleito. Avisóle don Juan del inconveniente que había para no se las dar, dándole por extenso cuenta de lo que pasaba. Era don Rodrigo hombre de ánimo y de experiencia, y había seguido la milicia un tiempo hasta llegar a ser capitán en Flandes; y aunque le admiró lo que su sobrino le decía, diole grandísimo deseo de averiguar lo que fuese; y así, aunque fue resistido de su sobrino para no intentar aquella temeridad, no fue posible acabarlo con él, creciéndole el deseo al paso que su resistencia. Diéronle las llaves, y con dos criados suyos y una ama se entró en las casas de su hermano, cosa que todos reprobaron por ser grande el peligro a que se ponía.

 
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El fantasma de Valencia de Alonso de Castillo Solorzano   El fantasma de Valencia
de Alonso de Castillo Solorzano

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