-Los cortos merecimientos míos -dije yo- que a poco trato se conocen, obligan a que nadie me favorezca con empeño de voluntad, y así, en cuanto a tener empleo, puedo asegurar, hasta que llegue al puesto en que estoy, donde vuestra presencia no me ha dejado libertad, y no esperaba menos que este dichoso suceso, pues tan dispuesto me traían a tenerle los deseos de vuestra hermosa vista. Esto os puedo decir del empleo que ha hecho mi alma, eligiéndoos desde hoy por dueño suyo, con que no tendrá lugar el divertimiento ni fuerza la pretensión para que deje con firme fe de amaros y con puntual asistencia de serviros.
-Algo de eso -dijo doña Luisa- me obligará a creer la cortesía en más tiempo de comunicación, mas no me ajusto a daros crédito con el poco que ha me vistes.
-En eso -dije yo- conoceréis cuán poderoso es el amor, pues aún en menos inclina las voluntades y sujeta los albedríos; y no juzguéis que ha sido tan poco como pensáis, que desde que vuestra criada me escribió el último papel, de que ya tendréis noticia, no he sido señor de mi libertad.
-¿Pues cómo -dijo doña Luisa, no dándose por entendida- estáis aficionado sin verla? Huélgome mucho, que será para pagarle la voluntad que os tiene, que os aseguro que es tanta que no me atreveré a decirla que os he visto esta tarde aquí porque sé cuánto lo ha de sentir.
-Dejemos rebozo, dueño mío -le dije yo-, que no me ha costado tan poco cuidado saberlo que no haya averiguado mi diligencia, ser vos quien desea traerme confuso con el fingimiento de vuestra criada, pues viendo a Oquendo con el papel que llevaba a vuestra amiga y sabiendo dél que era vuestro, con la letra del sobreescrito cotejé la de los papeles, y conocí ser toda una.
-Es ansí -dijo doña Luisa- que mi criada le sobreescribió.
-¡Oh cuán poco os debo -le repliqué-, pues tan recatada negáis lo que yo tengo sabido por no me favorecer confesándolo!
En esto sintieron que venían las criadas hacia donde estaban al tiempo que doña Luisa iba a responder, y solamente me pudo decir:
-Señor don Gonzalo, agradezco la curiosidad y póngola en cuenta de obligación; la perseverancia facilita dudas y la firmeza quita sospechas.
Con esto, haciendo una cortesía, se despidió de nosotros llamando a doña Andrea, a quien había estado entreteniendo don Diego, que no iba menos aficionado della que yo de doña Luisa. Los dos volvimos a la misma parte en que habíamos estado donde conferimos lo que nos había pasado con las damas, estando yo contentísimo de la última razón con que se despidió de mí doña Luisa, proponiendo no desistir de servirla hasta obligarla con mis finezas a que me favoreciese. Doña Luisa, con su amiga, se fueron a donde estaba su tía, y llevándola de allí a ver el jardín en el más fresco cenador hicieron que les trujesen la merienda, de la cual hizo dos platos doña Luisa, y con achaque de que se los enviaba a los jardineros, se los dio a Oquendo, habiéndole antes advertido lo que había de hacer. Él fingió que los llevaba por cumplir con la anciana doña Felipa y se fue donde estábamos diciéndonos como su señora nos enviaba aquel regalo, y pedía que luego nos fuésemos porque no nos viese su tía y las demás criadas. Los dos estimamos el regalo, y procuramos obedecerla luego, saliéndonos del jardín a pie hasta el río, y haciendo que el coche pasase de la otra parte nos fuimos en él por el campo hasta que anocheció, tratando de lo que debíamos hacer en aquella pretensión. Esa noche no quise salir de casa; antes retirado tomé recado de escribir y, siendo favorecido de las musas, quise celebrar la salida de mi dama al campo esotro día que había de madrugar a hacer ejercicio, con un soneto que os tengo que decir, suplicándoos perdonéis estas cansadas y prolijas disgresiones:
Manzanares suspende tus raudales
que caminan por calles de laureles,
sirvan sus esmeraldas de doseles
al trono en que te asientas de cristales.
A ver el campo ameno alegre sales,
dejando de tu estancia los canceles
cuando ostenta por puerta de claveles
el alba hermosa perlas orientales.
Turbada entre celajes carmesíes,
y en folio de cambiantes tornasoles
encubrió perlas y ocultó rubíes.
Destierra sus lucidos arreboles
Lisarda, que entre rosas y alhelíes
sale a eclipsar el Sol con sus dos soles.
Este soneto le di el siguiente día por la puertecilla a una criada que de parte de su señora venía a saber cómo había pasado la noche.
Al fin llegó a términos la correspondencia que nos comunicamos muy a menudo por la puertecilla, donde, con el trato, vino a crecer el amor de tal suerte que ya no esperaba más que la venida del Veinticuatro, mi primo, para que él fuese por cuyo medio se tratase de nuestro casamiento con su tía de doña Luisa.
En este tiempo se ofreció enviar al Consejo de Estado la resolución de los despachos que yo había traído a Flandes, cometiéndome el que los llevase, haciéndome merced de una compañía de caballos que había vacado por muerte de su capitán. Bien perdonaba, en el estado en que tenía mis cosas, las honras que Su Majestad me hacía, más hube de obedecer y aceptar. Di parte desto a doña Luisa, que lo sintió tiernamente, juzgándose por olvidada de mí; yo le prometí que asistiría en Flandes hasta la venida de mi pariente el Veinticuatro, que había de ser dentro de tres meses, y que luego que se me avisase della pediría licencia para venirme a España a efectuar el casamiento. Lo que más sentía doña Luisa era ver que esto había de ser con beneplácito de su tía forzosamente, cuya hacienda había de heredar, porque a casarse secretamente sin su gusto podía quitársela y mandarla a quien quisiese, y por esto no nos habíamos dado las manos. Al fin se hubo de conformar con lo que yo disponía, y así partí de Madrid dentro de dos días que recibí los despachos y los parabienes de la merced que Su Majestad me hizo. Lo que pasamos los dos a la despedida (por la puerta que se abría a mi cuarto, que se abrió entonces), y cuántas lágrimas le costó a doña Luisa, sería alargar más mi discurso queréroslo contar por extenso, y así se deja a vuestro buen juicio su encarecimiento, que si habéis amado firmemente podréis saber cuánto se puede sentir. Despedíme al fin de mi hermoso dueño, haciéndoseme el corazón pedazos, dejando ordenado que por la vía de don Diego, mi pariente, nos escribiésemos cada correo, y poniéndome en la posta, salí al amanecer de Madrid, llegando a Bruselas en breve tiempo, donde fui recibido con general gusto de todos mis amigos holgándose de mis acrecentamientos. Di los papeles a su alteza que me honró mucho.