El olvido franco y candoroso del derecho, la conquista
inconsciente, por decirlo así, el despojo y la anexión violenta, practicados
como medios legales de engrandecimiento, la necesidad de ser grande y poderoso
por vía de lujo, invocada como razón legítima para apoderarse del débil y
comerlo, son simples máximas del derecho de gentes romano, que consideró la
guerra como una industria tan legítima como lo es para nosotros el comercio, la
agricultura, el trabajo industrial. No es más que un vestigio de esa política,
la que la Europa sorprendida sin razón admira en el conde de Bismark.
Así se explica la repulsión instintiva contra el derecho
público romano, de los talentos que se inspiraron en la democracia cristiana y
moderna, tales como Tocqueville, Laboulaye, Acollas, Chevalier, Coquerel,
etc.
La democracia no se engaña en su aversión instintiva al
cesarismo. Es la antipatía del derecho a la fuerza como base de autoridad; de la
razón al capricho como regla de gobierno.
La espada de la justicia no es la espada de la guerra. La
justicia, lejos de ser beligerante, es ajena de interés y es neutral en el
debate sometido a su fallo. La guerra deja de ser guerra si no es el duelo de
dos litigantes armados que se hacen justicia mutua por la fuerza de su
espada.
La espada de la guerra es la espada de la parte litigante, es
decir, parcial y necesariamente injusta.