Les hemos tomado la guerra, es decir, el crimen, como medio
legal de discusión, y sobre todo de engrandecimiento; la guerra, es decir, el
crimen como manantial de la riqueza, y la guerra, es decir, siempre el crimen
como medio de gobierno interior. De la guerra es nacido el gobierno de la
espada, el gobierno militar, el gobierno del ejército que es el gobierno de la
fuerza sustituida a la justicia y al derecho como principio de autoridad. No
pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, se ha hecho que lo que es fuerte
sea justo. (Pascal).
Maquiavelo vino en pos del renacimiento de las letras romanas y
griegas, y lo que se llama el maquiavelismo no es más que el derecho público
romano restaurado. No se dirá que Maquiavelo tuvo otra fuente de doctrina que la
historia romana, en cuyo conocimiento era profundo. El fraude en la política, el
dolo en el gobierno, el engaño en las relaciones de los Estados, no es invención
del republicano de Florencia, que, al contrario, amaba la libertad y la sirvió
bajo los Médicis en los tiempos floridos de la Italia moderna. Todas las
doctrinas malsanas que se atribuyen a la intención de Maquiavelo, las habían
practicado los romanos. Montesquieu nos ha demostrado el secreto ominoso de su
engrandecimiento. Una grandeza nacida del olvido del derecho debió
necesariamente naufragar en el abismo de su cuna, y así aconteció para la
educación política del género humano.
La educación se hace, no hay que dudarlo, pero con
lentitud.
Todavía somos romanos en el modo de entender y practicar las
máximas del derecho público o del gobierno de los pueblos.
Para no probarlo sino por un ejemplo estrepitoso y actual,
veamos la Prusia de 1866.
Ella ha demostrado ser el país del derecho romano por
excelencia, no sólo como ciencia y estudio, sino como práctica. Neibühr y
Savigny no podían dejar de producir a Bismark, digno de un asiento en el Senado
Romano de los tiempos en que Catargo, el Egipto y la Grecia eran tomados como
materiales brutos para la constitución del edificio romano.