El suelo pobre produce al hombre rico, porque la pobreza del
suelo estimula el trabajo del hombre al que más tarde debe éste su riqueza.
El suelo que produce sin trabajo, sólo fomenta hombres que no
saben trabajar. No mueren de hambre, pero jamás son ricos. Son parásitos del
suelo y viven como las plantas, la vida de las plantas naturalmente, no la vida
digna del ente humano, que es el creador y hacedor de su propia riqueza.
La riqueza natural y espontánea de ciertos territorios es un
escollo de que deben preservarse los pueblos inteligentes que los habitan. Todo
pueblo que come de la limosna del suelo, será un pueblo de mendigos toda su
vida. Que el pródigo o benefactor sea el suelo o el hombre, el mendigo es el
mismo.
La tierra es la madre, el hombre es el padre de la riqueza. En
la maternidad de la riqueza no hay generación espontánea. No hay producción de
riqueza si la tierra no es fecundada por el hombre. Trabajar es fecundar. El
trabajo es la vida, es el goce, es la felicidad del hombre. No es su castigo. Si
es verdad que el hombre nace para vivir del sudor de su frente, no es menos
cierto que el sudor se hizo para la salud del hombre; que sudar es gozar, y que
el trabajo es un goce más bien que un sufrimiento. Trabajar es crear, producir,
multiplicarse en las obras de su hechura: nada puede haber más plácido y
lisonjero para una naturaleza elevada.
La forma más fecunda y útil en que la riqueza extranjera puede
introducirse y aclimatarse en un país nuevo, es la de una inmigración de
población inteligente y trabajadora, sin la cual los metales ricos se quedarán
siglos y siglos en las entrañas de la tierra; y la tierra, con todas sus
ventajas de clima, irrigación, temperatura, ríos, montañas, llanuras, plantas y
animales útiles, se quedará siglos y siglos tan pobre como el Chaco, como Mojas,
como Lipes, como Patagonia.
JUAN B. ALBERDI.
París, 1879.