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Mis padres me guiaban. Sin duda por eso durante toda mi infancia jamás toqué tierra. Podía alejarme y luego regresar; los objetos no tenían peso para mí, yo no cargaba con nada. Pasaba por los peligros y los temores como la luz a través de un espejo. Y eso es lo que yo llamo la felicidad de mi infancia. Es una armadura mágica que, una vez colocada sobre los hombros, se puede llevar toda la vida.

Mi familia pertenecía a lo que en esa época en Francia se denominaba la "pequeña burguesía"; vivíamos en apartamentos pequeños que a mí me parecían grandes.

El que conozco mejor estaba ubicado sobre la orilla izquierda del Sena, cerca de ese gran jardín, el Campo de Marte, entre la Torre Eiffel, sus cuatro patas abiertas, y la Escuela Militar, un edificio cuyo nombre nunca supe y cuya forma también ha desaparecido de mi mente.

Mis padres eran el cielo. Yo no me lo decía claramente. Ellos tampoco me lo decían. Pero era evidente. Yo sabía (lo supe muy temprano, estoy seguro) que, a través de ellos, Otro se ocupaba de mí, se comunicaba conmigo. A ese Otro yo no lo llamaba Dios, pues mis padres me hablaron de Dios mucho más tarde. No le daba un nombre. Él estaba ahí. Y eso era lo que valía.

Sí, detrás de mis padres había alguien, y papá y mamá simplemente eran los encargados de transmitirme el don de mano en mano. Ese fue el principio de mi religión. Y ello explica, creo, por qué jamás conocí la duda metafísica. Es una confesión bastante inesperada, pero a la cual me aferro porque me permitirá explicar muchas cosas.

De ahí mi audacia. Yo corría sin cesar. Toda mi infancia la pasé corriendo. Sólo dejaba de correr para adueñarme de algo (¡ésta sí que es una idea de adulto y no de niño!). Corría para ir al encuentro de todo lo que era visible y de todo aquello que aún no lo era. Iba de confianza en confianza como en una carrera de postas.

 
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Y se hizo la luz de Jacques Lusseyran   Y se hizo la luz
de Jacques Lusseyran

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