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IV

Bajó pesadamente del caballo y entró solo en la tienda. Hacía un calor insoportable. Gruesas moscas verdinegras zumbaban y revoloteaban en una atmósfera pestilente de alcohol y grasa... El pulpero, detrás del enrejado que protegía el mostrador, miró al recién venido, que hizo, distraído y cansado, la pregunta de costumbre:

-¿Ha visto usted a José Riera?

El pulpero no contestó.

-Diga usted -repitió impaciente Peralta. -¿Ha visto o no a José Riera?

En un ángulo oscuro del despacho se oyó entonces la voz cavernosa, y colérica de un paisano que estaba sentado bebiendo ginebra ante una mesa y que se ponía de pie, con el nervioso impulso de una pantera:

-¡Aquí está José Riera! ¿Pa qué lo quiere?

El pulpero huyó despavorido por la puerta del fondo y la cerró detrás de sí... Peralta se dio vuelta, encontrándose cara a cara con el bandido, que desnudaba un enorme facón relampagueante en la penumbra... La sangre se le agolpó al corazón, poníansele de punta los cabellos, le corría un sudor frío por todo el cuerpo, hecha pellejo de gallina... El instinto de conservación le impidió caer desvanecido y le lanzó hacia la puerta de afuera. Pero el bandido le cortó la retirada, cerrándole la puerta y corriendo los cerrojos...

Encerrado así el comisario entre cuatro paredes, el gaucho se precipitó sobre él, para clavarle, el facón en el vientre... Peralta esquivó el golpe, huyendo hacia otro extremo de la pieza... Inicióse entonces encarnizadísima persecución. Peralta se escurría como una anguila de los furiosos embates del bandido, saltando de un lugar para otro, por encima de los bancos, de las mesas, del mostrador; hasta transpuso el enrejado que defendía este mostrador, con su antagonista siempre detrás, ambos ágiles y como enloquecidos, uno del miedo, otro de rabia...

Oíase desde afuera el estruendo de una lucha infernal... Los dos peones que acompañaban a Peralta huyeron cobardemente a uña de caballo, pensando que, una vez despachado el comisario para el otro mundo, el invicto José Riera, vendría a despacharlos también a ellos... El pulpero se encerró con su mujer y sus hijos, a doble llave, en una habitación, donde llegaban amortiguados los ruidos del combate; y mientras él espiaba tembloroso con la oreja en la rendija, de la puerta, rezaba la mujer y lloriqueaban sus hijuelos... Creeríase que se esperaba el fin del mundo...

En un recrudecimiento de la batalla, sonó de pronto un tiro... y luego otro y otro...

El caso es que en una de las fieras acometidas del bandido, resbaló y cayó al suelo Peralta... Llevaba tal empuje Riera, que pasó sobre él dando una gran cuchillada en el aire, y yendo a clavar su daga en la pared de barro seco, ¡casi hasta el mango!... Esto dio a Peralta tiempo para levantarse y sacar el revólver, que, muerto de susto en sus fugas precipitadas, no había requerido todavía... Mientras Riera, medio borracho sin duda, sacaba forcejeando su facón de la pared, Peralta se puso de pie y le descerrajó un tiro casi a boca de jarro... Temblábale tanto el pulso, que, le erró... Acometióle el bandido de nuevo, y, huyendo de su embestida, le tiró él rápidamente des tiros más... Riera, herido, vaciló un momento, llevándose la mano al vientre, donde recibiera el balazo... Perico aprovechó esta nueva tregua para lanzarse sobre la puerta y descorrer los cerrojos; pero el bandido vomitó un juramento y se abalanzó de nuevo sobre él, más feroz que nunca, con su cara descompuesta, su cabellera y sus barbas revueltas, los ojos rojos de sangre... Oyóse entonces el ruido de dos pesados cuerpos que caían casi al mismo tiempo... Y todo quedaba después en un silencio de muerte...

 

 

V

Largos instantes, pasaron antes de que el pulpero y algunos otros paisanos se atreverían a entrar a la habitación cerrada donde se desenvolvió el combate... Al fin, un grupo como de diez o doce hombres, amigos que se decían de Riera, forzó la puerta de entrada, hallando los dos cuerpos exánimes: el bandido muerto, el comisario sólo desmayado...

Peralta deliraba, con altísima fiebre. Hubo que transportarlo en una camilla a la estancia de su pariente donde estuvo varios días entre la vida y la muerte, amagado de un ataque de cabeza...

Como deliraba continuamente que era perseguido por Riera, luchando cuerpo a cuerpo... Te portaste como un gran valiente. Todos te felicitamos.

Atendido cariñosamente, Perico curó, y se levantó con una idea fija, que le fuera inculcada durante su enfermedad: ¡él era él Valiente que había vencido a Riera!

Y sanó, pareciéronle perfectamente, merecidos los elogios que todo el mundo tributaba a su valor. Y tanto, que miró con displicencia su retrato junto al del célebre bandido, en los largos artículos con que los periódicos le encomiaban... El paisanaje le estaba tan agradecido por haberle libertado del azote que representaba el gaucho malo, cómo los helenos lo estuvieran de Hércules, después de que limpiara al país de serpientes, hidras y leones.

El Gobierno ofreció a Peralta, en premio de su acción, un ascenso en su carrera, y él aceptó sin vacilar... Su primo creyó deber observarle:

-Ten cuidado, Perico... En tu nuevo puesto tendrás que habértelas a cada rato con la peor gente...

Pero Peralta hizo acallar a su primo con una mirada tan feroz de matamoros... Porque, ensordecido con su triunfo y su gloria, Perico era otro hombre. Parecía haberse estirado, pues no enarcaba más la espalda: el antes hundido pecho se combaba ahora inflado de coraje; ya no se afeitaba, ostentando una enmarañada barba; su gesto era seguro y firme; su mirada arrogante y perversa... ¡Y había que oírle contar, muy convencido y con la mejor fe, creyendo no faltar un ápice a la verdad, su hazaña nunca vista en los pasados siglos ni a verse en los venideros!.. ¡Con qué sangre, fría había él dominado al bandido, intimándole que se rindiese!... Riera llegó a pedirle perdón de rodillas; pero como intentara después atacarlo de traición cuando lo prendía, él se vio obligado a saltarle la tapa de los sesos de un balazo, «para que aprendiera a tratar con caballeros...» ¡Diríase que él había nacido para matar a Riera y desafiar luego al mundo!... ¿Cómo podía, pues, ese pobre diablo de Valladares dudar de su capacidad para librar la provincia de malhechores, peleando él solo contra todos?...

Al contemplar su petulancia, el estanciero y su mujer cambiaron una rápida mirada... ¡Era una suerte que aceptase y se fuera a otra parte con la música de su indómito valor! ¡No iba a ser muy cómodo tener en la estancia a semejante fiera, cuya fanfarronería y exigencias, recién nacidas, amenazaban crecer de hora en hora!

Los chicos mismos respiraron con más tranquilidad al saber que se iría el matador de bandidos, a quien temían ahora más que al ogro...

Partió, pues, Perico para su nuevo destino, y dio allí pruebas tan evidentes de su temeridad, nunca desmentida, que pronto se le tuvo, con justicia, por el hombre más valiente de toda la provincia... El antiguo «Perico el gallina» quedó así, para siempre, transformado, según el respetuoso apodo con que el pueblo rinde culto a su coraje, en «el guapo Peralta»

 
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