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Despacio se levantaron de la mesa, Augusto ordenó que le sirvieran más tarde el café en la otra sala porque iba a dirigirse hasta el improvisado galpón. Al llegar los peones saludaron al patrón con asombro. No era su costumbre compartir actividades casi privadas con ellos. —Siga Melchor que la Señorita, Miss Dorothy, quiere escucharlo —dijo Augusto. —Siéntense por acá, patrón —dijo otro de los peones acercándole unos gruesos troncos. Al terminar la canción Dorothy encontró en los ojos de Melchor una mirada que la estremeció. Augusto, que no estaba ajeno a esa nueva situación, dio por finalizada la salida, pero Santiago pidió quedarse un rato más. —Déjelo Don Augusto —se oyó a Dorothy decir casi suplicando. —Así será —agregó mirando a los peones—. Muchachos, queda a vuestro cuidado— finalizó Augusto. —Descuide, patrón, no tenemos para mucho más. Nos vamos —dijo dirigiéndose a Dorothy. No sonaron sus palabras a pregunta, era toda una orden. Enseguida se pusieron de pie y juntos emprendieron el camino hacia la casa grande. En el corto trayecto, Augusto la tomó con firmeza del brazo. Este gesto estremeció a Dorothy quien se sintió protegida por este hombre maduro, robusto y fuerte de manos gruesas y ásperas. —Por la mañana recorreremos otra parte de la estancia —le dijo Augusto al llegar, con un tono que denotaba alegría ante los últimos sucesos. Dorothy sólo movió la cabeza como asintiendo. En su memoria se mezclaba la vos ronca y dulce de Melchor, sus ojos de mirada profunda y la melodía melancólica de la guitarra. Al llegar a su cuarto tenía la sensación que la mano de Augusto la sostenía todavía. Todo era confuso. Melchor y Augusto. Dos hombres distintos que por alguna razón estaban presentes en ese momento en su vida.
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Consiga Sueños con audacia de Mónica Graciela Sosto en esta página.
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