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El calor de ese verano hacia insoportable estar en Buenos Aires. Contribuyó para ella el hecho y la necesidad de conocer otros aspectos de este lugar, entonces Dorothy no vaciló y aceptó sin problemas. A esta invitación se sumó Santiago quien veía en Dorothy una especie de hermana mayor compartiendo, además de las clases de idioma el gusto por la música. Instalados en la casa de campo, después de un relativo corto viaje en galera, los ojos celestes de Dorothy parecían desorbitados ante la belleza de la llanura acompañada por la gran cantidad de animales que pastaban libremente en el verdor pampeano. Augusto la invitó a recorrer los alrededores y para su asombro Dorothy prefirió cabalgar antes que subirse al sulky. Se le asignó, rápidamente una yegua algo mansa de gran porte. Dorothy la observó con cuidado y la aceptó sin problemas acomodándose en la montura como las damas inglesas. Previamente le acarició el lomo y la cara al animal el que no mostró ninguna desconfianza. Sorprendido por todo esto, Augusto armó rápidamente una cabalgata de cuatro: Augusto, Dorothy, Santiago y Melchor, el capataz. Augusto estaba realmente feliz, su hijo finalmente parecía gozar de todo el paisaje que se ofrecía a su alrededor y esta mujer parecía poner la cuota de serenidad entre padre e hijo. Melchor, el capataz, un hombre joven y rudo, de pocas palabras los acompañó a veces adelantándose y otras quedándose rezagado, en definitiva cuidándolos. En la cena Dorothy compartió la mesa con Augusto y su hijo. Los tres reflejaban en sus semblantes cansancio por la cabalgata y un rubor producto del sol de ese día, todo eso los tenía callados y con buen apetito. En un momento se escuchó la guitarra de Melchor que ha determinada hora hacia sonar cada noche. Era una especie de vidala. Esa música se acompañaba con un canto triste y casi llorón. Dorothy sintió ganas de escuchar más de cerca. Comentó entonces rompiendo el silencio de la mesa: —¡Qué lindo suena esa guitarra! —se animó a decir casi susurrando. —¿Podemos ir, padre? —dijo Santiago, entusiasmado. —Terminemos de cenar y los acompaño —aseguró Augusto que se mostraba satisfecho por el cambio que venía ocurriendo en su hijo. —Padre, Dorothy tiene que conocer algunas de nuestras costumbres como la de esta noche donde se reúnen los peones alrededor del fuego —terminó diciendo Antonio mientras apuraba el último bocado.
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Consiga Sueños con audacia de Mónica Graciela Sosto en esta página.
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