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Al finalizar la noche, Melchor se había marchado, Dorothy pidió permiso para retirarse a su dormitorio pero Augusto la llamó a su escritorio. Cerró la puerta y le ofreció sentarse. Por un momento Dorothy sintió miedo. Augusto hablaba de su soledad y de la necesidad de tener una mujer que lo acompañara de aquí en más. Dorothy ahora temblaba. —Dorothy o mejor Doris, (así la llamaban sus pequeños alumnos) ¿estaría dispuesta a ser mi esposa y compañera? —por fin lo dijo en un tono apurado. —Señor, (y se hizo un silencio) es usted muy amable y comprensivo…. yo (titubeaba)… acepto —con la cabeza baja y con vergüenza Dorothy dijo esa sencilla fórmula, ¡sí quiero! Esta vez ahogada en su garganta. Augusto se acercó, tomó sus manos y las besó con delicadeza, le acercó sus labios hasta las mejillas coloradas por el rubor y deslizó un suave beso en ellas. —Mañana, a primera hora, hablaré con el padre Tomás y que empiecen los preparativos —siguió hablando—, querida necesitarás un ajuar y esas cosas, contá con todo lo necesario… —la tomó por la cintura, apoyó su gran cuerpo sobre el de ella. Ahora sus labios gruesos y carnosos bordeaos por barba y bigote espeso buscaban los delicados y finos de ella. Fue un beso apasionado, corto, ardiente, que Dorothy dejó hacer. En el abrazo fuerte su frágil cuerpo se perdía en la inmensidad de Augusto. Se soltó lentamente. Él comprendió su timidez mezclada con la virginidad de su experiencia. La dejó hacer y la acompañó hasta la puerta. —Querida mía, hasta mañana, dulces sueños mi pequeña inglesita —y la soltó. Dorothy llegó a su dormitorio y ya acostada no pudo conciliar el sueño. Dio mil vueltas pensando, imaginando. Pero si ella había venido desde tan lejos para encontrar seguridad y protección. Y ahora, cumplido ese sueño…¿por qué la hacía titubear?
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