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Melchor la sujetó con mano firme y pidió permiso para acompañarla. Dorothy bajó la cabeza y con sus ojos color celeste miró por primera vez con verdadero detenimiento a este hombre de campo. Caminaron sin decir palabra por las angostas calles. Se cruzaron con gente anónima que miraban curiosos a esa extraña pareja. Al llegar hasta la puerta de la casona, se cruzaron con Augusto. Éste bajaba de su coche tirado por los dos caballos blancos, ejemplares que hacía poco había adquirido, acompañado por el mulato Joaquín. Hubo asombro en los tres. Melchor titubeó ante la pregunta de Augusto —Hombre, qué sorpresa, ¿que te trae por acá? —preguntó Augusto. —Necesito hablar con usted —contestó Melchor—. Cerca de la Plaza, nos cruzamos con la Miss, decidí acompañarla, total, íbamos para el mismo lado —agregó con esa voz que se iba haciendo gruesa y fuerte a medida que explicaba lo evidente. —Con permiso —dijo Dorothy y se dirigió hacia el interior de la casa. Durante el resto del día cada uno siguió con sus tareas. Melchor pensando en la suavidad del cuerpo de esa mujer diferente que lo conmovía hasta lo más intimo de su ser. Dorothy todavía avergonzada y distraída, no podía concentrarse en preparar su clase para el día siguiente. Augusto asombrado y molesto por lo que había visto. Pensó en tomar una pronta decisión. Esa noche después de la cena hablaría francamente con esta mujer que lentamente se colaba en sus sueños de hombre.
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