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Para el momento, las reglas y el orden, prácticamente no existían. Largas y
cruentas luchas acabaron con todo en los países implicados, unos más que otros
estaban poco menos que destruidos. El hambre -ese castigo horrible y perenne-
azotaba sin piedad pueblos y ciudades. Los servicios sanitarios y energéticos
habían colapsado, las enfermedades y epidemias estaban a la orden del día, las
industrias destruidas, las arcas de los estados vacías, lo que impedía acometer
cualquier plan restaurador. Se mendigaba ayuda al exterior. Ante este
horrible caos resultante, algunos países sudamericanos abrieron sus puertas a
los desplazados, refugiados y víctimas de la pelea. Necesitaban médicos,
ingenieros, constructores, agricultores, gentes capacitadas para tratar de salir
de la inmensa pobreza, ignorancia y subdesarrollo crónico en que históricamente
estaban sumidos. Vieron que la historia les presentaba una oportunidad que
debía aprovecharse. La gente en Europa, cansada de contiendas y persecuciones,
estaba dispuesta a marcharse al mismísimo infierno. Veían sus tiempos como los
más desgraciados que le hubo tocado vivir al mundo contemporáneo. La tierra
de Sam Dori no podía escapar a las influencias que el gran desastre estaba
ocasionando. Uno primordial era la llegada de tantas personas de razas
diferentes a un país en donde la gran mayoría de los pobladores eran mestizos,
negros, indios y unos cuantos blancos, pero los genes y caracteres criollos, su
estirpe, se mezclaron sin importar mucho. Así la tierra pariría unos hijos a
quienes marcaría con indeleble sello: colores y rasgos para escoger. De
temperamento inestable, inescrupulosos, contradictorios, salvajes, crueles,
románticos, en fin, una mezcla de todo lo bueno y lo malo del ser humano.
Todos eran el producto de una generación, de un período histórico
trastornado. -Pero ¿qué otra cosa podía esperarse de gentes nacidas y
criadas en medio de valores que se desmoronaban sin que existieran sustitutos?
Hijos de dos guerras mundiales, que ahora entendían claramente cómo todo lo
aprendido y desarrollado como civilización en años de historia, ahora, de nada
servía. Sus religiones, su educación y cultura, no mitigaban el hambre, no
moderaban los instintos sanguinarios y salvajes del ser humano. Los estúpidos
sueños de fraternidad en donde se veía al "ciudadano del mundo" hablando el
Esperanto y conversando plácidamente a las orillas de un hermoso río, la
caridad, la compasión y la benevolencia, todo se había ido a la mierda, porque
no tenía otro sitio adónde ir. Gente sin valor y sin alma. Locos,
simplemente locos, tocados de la mollera, que sólo traían en sus oídos dos
ruidos que le retumbaban incesantemente: el de sus tripas vacías y el de las
bombas y cañones. Así, desorientados, desvariando, sufriendo dolores y
penurias de todo tipo, se fueron dispersando por la geografía del nuevo mundo,
acomodándose como mejor podían, comiendo lo que conseguían. Una Pepsi
Cola con un pan se hizo la comida más frecuente entre ellos. Quienes se
arriesgaban, adentrándose más en los montes y selvas, debían adaptarse a comer
productos nativos, extraños, desconocidos para sus paladares. Así, muchos
enfermaron y murieron, quedando sus cuerpos enterrados en cualquier sitio, lejos
de su tierra. Ahora sabían que no significaba lo mismo estar constipado en
Europa, que coger una amibiasis en el trópico. Tres días cagando y vomitando sin
parar, lleva al más fuerte y valiente a la tumba. El paludismo, ese mal
trasmitido por un inocente animalito llamado anofeles, tenía en estos señores de
piel blanca un auténtico manjar. Con una veintena de pequeñas picadas y ya
caían postrados, sudando a mares, delirando y con una fiebre tan alta que los
pobres no pasaban de los tres días. Cuando alguien decía: "¡A Zutanejo le
pegó la fiebre!", ya podían ir cavando el hoyo y haciendo el cajón. Pero
esta gente era dura, resistente y tozuda. Pasado algún tiempo, las cosas fueron
mejorando para los recién llegados y comenzó a verse la prosperidad. Los
hombres de cualquier condición o estado civil se fueron uniendo, arrejuntándose
con las nativas. Hermosas y dulces morenas, atractivas, jóvenes, sensuales, sin
prejuicios y fáciles de enamorar. Muchas de ellas incultas, analfabetas,
cargadas de hijos sin padre, tripudos y con hambre, vieron en aquellos
trabajadores y peludos hombres una tabla de salvación, una ayuda a su precaria
condición. Muy distintos eran a los hombres nativos, enemigos del trabajo y
del orden, que sólo andaban pendientes de beber aguardiente, bailar, juegos de
envite y preñar mujeres. Estos extranjeros -como históricamente se repite-,
no se imaginaron que al despertárseles la lujuria y al dar rienda suelta a sus
apetitos sexuales, iban a ir poblando al país de otra raza, de otro tipo de
seres mestizos que no eran ni lo uno ni lo otro. Estaba naciendo el verdadero
Nuevo Mundo.
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