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Capítulo I
La mañana de ese 8 de noviembre de 1939 en la ciudad de Munich, Alemania, era
singularmente fría. El termómetro buscaba marcar algunas rayitas debajo del
cero. Una espesa y blanca nieve cubría más de veinte centímetros del quicio de
las puertas. Dentro de la popular cervecería Burgerbraukeller los
trabajadores acalorados terminaban de poner a punto el local para atender su
numerosa clientela. Se sabía además que en horas de la noche Hitler
celebraría, como en tantas otras ocasiones, una reunión conmemorativa a la que
asistirían los más notables jefes de su gobierno. El olor penetrante de las
papas con crema, "Tellerfleish", "Weibwürst" y repollo, invadía la gran
estancia, traspasando puertas llegaba a la calle. Dos empleados
particularmente nerviosos y tensos, más de lo que su trabajo usualmente
requería, miraban con frecuencia al gran reloj de pared e intercambiaban
ansiosas y preocupantes miradas. Si los periódicos de la época no mienten, el
atentado contra Adolfo Hitler, perpetrado ese día en aquel bar fue obra de los
ingleses y judíos con alguna colaboración interna. Aparte de matar a casi una
decena de personas, varios lesionados graves y cuantiosos daños materiales el
acto, estratégica y técnicamente, fue un rotundo fracaso y sus organizadores
hicieron el ridículo ante el mundo. A poco del atentado, en las cercanías de
la frontera Suiza, capturaron a un relojero-carpintero. Les pareció sospechoso a
los de la Gestapo y a fuerza de torturas le hicieron confesar su
culpabilidad. Muy raro es que por semejante delito no lo mataran allí mismo.
Cuando ya era costumbre que por nimiedades le quitaran la vida a
cualquiera. Años después, cuando la guerra ya casi estaba terminando, un
oficial nazi en un campo de concentración, sin razón aparente, le metió un tiro
en la cabeza.
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