Tendido de espaldas en el camastro, y
siguiendo con vaga mirada las grietas del techo, el periodista Juan Yáñez, único huésped de la sala de políticos, pensaba que había entrado aquella noche en el tercer mes de su encierro.
Las nueve... La corneta había lanzado en el patio las prolongadas notas del toque de silencio; en los corredores sonaban con monótona igualdad los pasos de los vigilantes, y de las cerradas cuadras, repletas de carne humana, salía un rumor acompasado; semejante al fuelle de una fragua lejana o a la respiración de un gigante dormido; parecía imposible que en aquel viejo convento, tan silencioso, cuya ruina resultaba más visible a la cruda luz del gas, durmiesen mil hombres.
El pobre Yáñez, obligado a
acostarse a las nueve, con una perpetua luz ante los ojos, y sumido en un silencio aplastante, que hacía creer en la posibilidad del mundo muerto, pensaba en lo duramente que iba saldando su cuenta con las instituciones. ¡Maldito artículo! Cada línea iba a costarle una semana de encierro; cada palabra, un día.
Y Yáñez, recordando que
aquella noche comenzaba la temporada de ópera con Lohengrin, su ópera predilecta, veía los palcos cargados de hombres desnudos y nucas adorables, entre destellos de pedrería, reflejos de seda y airoso ondear de rizadas plumas.
«Las nueve... Ahora habrá
salido el cisne, y el hijo de Parsifal lanzará sus primeras notas entre los siseos de expectación del público... ¡Y yo aquí! ¡Cristo! No tengo mala ópera.»