A las cinco la corneta de la cárcel lanzaba en el patio su escandalosa diana, compuesta de sonidos discordantes y chillones, que repetían como poderoso eco las cuadras silenciosas, cuyo suelo parecía enladrillado con carne humana.
Levantábanse de las almohadas
trescientas caras soñolientas, sonaba un verdadero concierto de bostezos, caían arrolladas las mugrientas mantas, dilatábanse con brutal desperezamiento los robustos e inactivos brazos, liábanse los tísicos colchones conocidos por petates en el mísero antro, y comenzaba la agitación, la diaria vida en el edificio antes muerto.
En las extensas piezas, junto a las
ventanas abarrotadas, por donde entraba el fresco matinal, renovando el ambiente cargado por el vaho del amontonamiento de la carne, formábanse los grupos, las tertulias de la desgracia, buscándose los hombres por la identidad de sus hechos; los delincuentes por sangre eran los más, inspirando confianza y simpatía con sus rostros enérgicos, sus ademanes resueltos y su expresión de pundonor salvaje; los ladrones, recelosos, solapados, con sonrisa hipócrita; entre unos y otros, cabezas con todos los signos de la locura o la imbecilidad; criminales instintivos, de mirada verdosa y vaga, frente deprimida y labios delgados, fruncidos por cierta expresión de desdén; testas de labriegos extremadamente rapadas, con las enormes orejas despegadas del cráneo; peinados aceitosos con los bucles hasta las cejas; enormes mandíbulas, de esas que sólo se encuentran en las especies feroces inferiores al hombre; blusas rotas y zurcidas, pantalones deshilachados y muchos pies gastando la dura piel sobre los rojos ladrillos.
A aquella hora asomaban en las piezas las galoneadas gorras de los empleados, saludados con el respeto que inspira la autoridad donde impera la fuerza; pasaban los cabos, vergajo al puño, con sus birretes blancos, escasos de tela, como de cocinero de barco pobre, y comenzaban los quinceneros la limpieza de la casa, la descomunal batalla contra la mugre y la miseria que aquel amontonamiento de robustez inútil dejaba como rastro de vida al agitarse dentro del sombrío edificio.
Los quinceneros eran la última capa de aquella sociedad de miserables, los parias de la esclavitud, los desheredados de la cárcel. El último de los presos resultaba para ellos un personaje feliz, y lo contemplaban con envidia al verle inmóvil en la pieza, haciendo calcetas con estrambóticos arabescos o tejiendo cestillos de abigarrados colores.