En una de sus salidas quiso vender
periódicos; pero, apenas lanzó los primeros gritos, ya tenía en el cuello la zarpa de un tío bigotudo, de aquel mismo de quien decían en la cárcel la gente de la marcha que poniéndole dos o tres duros en la mano era capaz de no ver el sol en mitad del día y de dejar que robasen un reloj en sus mismas narices.
Otra vez, al cumplir la quincena,
levantó el vuelo y no paró hasta el puerto, donde, con un saco en la cabeza a guisa de caperuza, dedicábase a la descarga del carbón, andando con la agilidad de una mano por el madero tendido entre el muelle y el vapor inglés. Lo pasaba tan ricamente: comía de caliente, ¡y con pan!, en una taberna; pero a los pocos días quiso su desgracia que asomase por allí los bigotes de uno de sus sayones, y otra vez a la cárcel para que pudiera publicarse con fundamento la consabida gacetilla sobre el terrible Groguet y el inmenso servicio del cabo Fulano y «fuerzas a sus órdenes».
Así iba corrigiéndose el
bandido de sus terribles crímenes, que él no sabía cuáles fuesen; y oyendo a los ladrones la relación de sus hazañas, estremeciéndose al escuchar el relato de los asesinos y teniendo que resistirse a monstruosas solicitudes que le aterraban, preparábase para ser hombre honrado cuando la Policía le quisiera dejar tranquilo.
No le cogerían más; estaba
decidido. Aquélla era la última quincena que pasaría. Cuando terminase, no se detendría ni un instante en la ciudad: iría al puerto para esconderse en cualquier barco; se metería bajo los asientos de un vagón de ferrocarril; el propósito era huir lejos, muy lejos, donde no sacasen más al Groguet en letras de molde ni le conociera ningún cabo Fulano.
Y el muchacho, que antes vivía en la cárcel con resignada indiferencia, esperó impaciente el término de la quincena.
Por fin, llegó el momento. «¡El Groguet, a la calle, con todo lo que tenga!»
¡Lo que él tenía!
¡Valiente sarcasmo! Ganas de trabajar, de regenerarse, de verse libre de aquella estúpida persecución..., y nada más.
Se sacudió como un perro mojado
antes de salir de la pieza; no se limpió de los zapatos el polvo de la cárcel, porque carecía de ellos, y lanzóse por el entreabierto rastrillo como un gorrión fuera de su jaula.
Vamos, que ahora se fastidiaba para siempre el tío de los bigotes.
Pero se detuvo en el umbral, aterrado como ante una visión: allí estaba él, en la pared de enfrente, con otro fariseo de su clase, sonriendo los dos como si les complaciera el terror del muchacho.
Intentó escapar; pero inmediatamente sintió la velluda zarpa en el cuello, y fue zarandeado con acompañamiento de... esto y aquello de Dios y la Virgen.
Como medida de previsión, otra
quincena. Y sin dar gracias a la sociedad, que se preocupaba de él para mejorar su índole perversa, atravesó otra vez el portón en busca del vergajo que enseña y de las conversaciones de la cárcel que moralizan.
Iba preso de nuevo por blasfemo. Y lo mejor del caso era que al salir de la cárcel no había abierto la boca, y, únicamente, al sumirse de nuevo tras el férreo rastrillo, pensando, sin duda, en los ojos enrojecidos y sin pestañas, y en la mano huesosa y acariciadora, murmuraba, abatido, su lamento de los grandes dolores:
-¡Ay mare mehua!