Don Julián fué entrado casi en triunfo en la cocina, donde ya estaba preparada una mesilla para el escribiente con velón de cuatro brazos.
¡Qué hombre tan sabio
aquél! Leía las escrituras en valenciano e intercalaba en el árido texto chistes de su cosecha... Vamos, que no había palurdo que pudiera estar serio en presencia de aquel señor, siempre grave, que tenía cierto aire eclasiástico, con su largo paletó negro, semejante a una sotana, el rostro carrilludo y frescote, cuidadosamente afeitado y las recias gafas montadas en la frente, lo que era para los vecinos de Benimuslim un capricho inexplicable propio de los grandes talentos.
Comenzó el notario a dictar en voz baja; garrapateaba el escribiente en los pliegos de papel sellado, y mientras tanto iban llegando los amigos de casa, con el cura y el alcalde, y desaparecían del largo tablado los regalos de boda para dejar sitio a los macizos bizcochos espolvoreados de azúcar, los platos de amargos y las tortas finas secas como cartón, a más de una docena de botellas de rosa y marrasquino.
Tosió varias veces don
Julián, púsose en pie, tirando de las solapas de su paletó, y todos quedaron en silencio, mientras él agarraba los pliegos escritos con la tinta todavía fresca y comenzaba a leer en valenciano.
¡Qué hombre tan chistoso! Al
nombrar al novio hizo una mueca grotesca, y el tío Sento fué el primero en celebrarlo con una ruidosa carcajada; al mentar a la novia saludó a Marieta con una reverencia de baile, y volvió a repetirse la risa; pero cuando llegaron las condiciones del contrato, todos se pusieron graves; un viento de egoísmo y de avaricia parecía soplar en aquella cocina, y hasta la novia levantaba la cabeza con los ojos brillantes y las alillas de la nariz dilatadas por la emoción de oír hablar de onzas, de la viña de la Ermita y del olivar del Camino Hondo: todo lo que iba a ser suyo. El tío Sento era el único que sonreía satisfecho de que tan honorable concurso apreciara hasta dónde llegaba su generosidad.