La comida se animaba. Estaban ya limpias las paellas: ahora entraban los primores de la tía Pascuala, y la gente acometía los pollos asados y rellenos, las fuentes enormes de lomo con tomate, toda la cocina indígena, sólida y pesada, que desaparecía en las fauces siempre abiertas de aquellos glotones.
Los graciosos alegraban la comida. El cura
declaraba que ya no podía más, y el notario pellizcábale el tirante abdomen, buscando un huequecito para convencerle de que debía llenarlo. Algunos comenzaban a estar alumbrados, y con lenguas estropajosas les decían a los novios cosas que hacían guiñar los ojillos al tío Sento y enrojecer a Marieta.
Llegaron los postres con el famoso vino de la bota del rincón y se sacaron del estudi las tortadas, los pasteles y las tortas finas.
Como moscas salieron del corral todos los chicuelos, con el pecho y la cara embadurnados de arroz y grasa, yendo a meterse entre las rodillas de sus madres, sin quitar ojo de los postres tentadores.
Marieta púsose en pie con un plato en la mano, y comenzó a dar vueltas a la mesa. Había que regalar algo a la novia para alfileres; era de costumbre. Y los parientes del novio, a quienes convenía estar en buenas relaciones, dejaban caer sobre el redondel de loza la media onza o la dobleta fernandina, monedas relucientes y frotadas con anticipación para que perdiesen la negra pátina adquirida en largo encierro.
-¡Pera agulletes! -decía
Marieta con vocecita mimosa.Y era un gozo ver la lluvia de oro que caía sobre el plato. Todos dieron, hasta el notario, que soltó cinco duros pensando en que ya se la vengaría al presentar la cuenta de honorarios, y el cura, con gesto de dolor, sacó dos pesetas, alegando como excusa la pobreza de la Iglesia por culpa del liberalismo. ¡Ah, si mandasen los suyos!...