El vino hacía revivir la brutalidad
de los comensales. Gritaban puestos en pie, derribando con sus furiosos manoteos
botellas y vasos; cantaban acompañados por la dulzaina de Dimoni, a cuya
son saltaban en el corral algunas parejas, y, al fin, instintivamente,
dividiéronse en dos bandos, y de un extremo a otro de la mesa comenzaron
a arrojarse puñados de confites con todas la fuerza de sus poderosos
brazos, acostumbrados a luchar con la ingrata tierra y las tozudas bestias de
carga.
¡Qué divertido era aquello! El tío Sento reía muy complacido, pero el cura huyó con las mujeres a refugiarse en el estudi, y el notario se ocultó debajo de la mesa.
Caían los cristales de las alacenas hechos añicos; quebrándose los vasos; un ruido de tiestos sonaba continuamente, y los campeones se enardecían, hasta el punto de que, no encontrando confites a mano, se arrojaban los restos de los bizcochos y los fragmentos de platos.
-Prou; ya teníu prou -gritaba el tío Sento, cansado de sufrir golpes.
Y en vista de que le desobedecían
púsose en pie, y a empellones los echó al corral, donde los
enardecidos mozos continuaron la fiesta, arrojándose proyectiles menos
limpios.
Entonces fué cuando las mujeres volvieron al banquete con el asustado cura. ¡Reina y siñora, aquello no estaba bien! Era un juego de brutos. Y se dedicaron a auxiliar a los descalabrados, que se limpiaban la sangre sonriendo, sin cesar de decir que se habían divertido mucho.
Volvieron a sentarse todos a la revuelta mesa, en la cual el vino derramado y los residuos de la comida formaban repugnantes manchas.
Pero allí no se ganaba para sustos, y algunas respetables matronas saltaron de sus asientos, afirmando entre chillidos medrosos que algo iba por debajo de la mesa que las pellizcaba las abultadas pantorrillas.
Eran los chicos que, no ahítos de confites, buscaban a gatas los residuos de la batalla.
-¡Qué granujería tan endemoniada! ¡Pachets..., fora..., fora!