La ropa blanca, clasificada por
tamaños, apilada en altas columnas que casi llegaban al techo,
cuidadosamente doblada, algo morena, como de tejido fuerte, pero con un olor a limpieza y lejía que daba gloria; todo a docenas de docenas, desde las camisas hasta los trapos de cocina, con iniciales de colores chillones y guarnecidas con profusión de randas las ropas de uso interior; los vestidos de seda, gruesos y crujientes, con vivos reflejos metálicos; las faldas de rameado percal., mostrando una fresca florescencia de primavera; las mantillas, con sus sutiles y complicados arabescos; los corsés blancos y negros pespunteados de rojo, delatando con imprudencia en sus rígidos contornos el cuerpo de la novia; y encerrados en sus marcos de cartón, los pañolones de Manila, con aves fantásticas volando en un cielo de seda blanca, y grupos de chinos, unos bigotudos y fieros, otros pelones y bobos, admirando con sus caritas de porcelana a las sencillas muchachas, que soñaban despiertas en aquellos misteriosos países, donde los hombres gastan faldas y tienen ojitos de cerdo. Después venían los regalos de los amigos: en su mayoría, pilillas de agua bendita para la alcoba, con sus ángeles de porcelana; cajas con cuchillos y cubiertos de plata, y dos grandes candelabros que descollaban majestuosamente. Eran el regalo del marqués, el cacique de la comarca, el hombre más eminente de España, según el tío Sento, el cual siempre que se trataba de sacarle diputado por el distrito, estaba tan dispuesto a empuñar el garrote como a echarse la escopeta a la cara.
Y como digno final a aquella
exposición, en lugar preferente, ostentábanse las joyas chispeando sobre la almohadilla granate de los estuches: las uvas de perlas para las orejas, los alfileres de pecho con sus complicados colgajos, las grandes horquillas de oro para los caracoles de las sienes, las tres agujas con cabezas de apretadas perlas que habían de atravesar el airoso rodete, y aquel aderezo, famoso en Benimuslim, que la siñá Tomasa había comprado en catorce onzas en la calle de las Platerías.
¡Vaya una suerte la de Marieta! Ella se hacía la modesta, enrojeciendo cada vez que ponderaban su futura felicidad; pero había que ver los lagrimones de la madre, una mujercilla flaca, arrugada e insignificante, y la emoción del carretero, que iba como un criado tras su futuro yerno, guardándole todas las consideraciones debidas a un ser superior.
Por la noche fué la lectura de las cartas. Llegó don Julián, el notario, en su vieja tartana, acompañado de su acólito, un infeliz con cara hambrienta, con el tintero de cuerno asomado a un bolsillo y el papel sellado bajo el brazo.