Pero el Desgarrat acogía esta burla
levantando los hombros. Aquello aún había de verse. Hasta el fin nadie es dichoso, y él... ¡recordóns!, ya sabían todos que era muy hombre para vérselas con el tío Sento, que también la echaba de terne.
Así era, y por lo mismo todos esperaban un choque ruidoso.
Allí iba a pasar algo.
Al tío Sento -según propia
afirmación- nadie le ganaba a bruto. Levantaba mucho peso en las
elecciones, tenía grandes amigos en Valencia, había sido alcalde
varias veces y estaba acostumbrado a enarbolar en medio de la plaza el grueso
gayato de Liria para sacudirle dos palos con la mayor impunidad al primero que
le incomodaba.
Llegó el momento de las cartas dotales. El tío Sento no hacía las cosas a medias, y además, buena era Marieta y su familia para despreciar la ocasión.
En trescientas onzas la dotaba el novio, sin contar la ropa y las alhajas pertenecientes a su primera mujer.
La casa de Marieta, aquella casucha de las afueras, sin más adorno que el carro a la puerta y dos o tres caballerías flacas en el establo, fué visitada por todas las chicas del pueblo.
Aquello era un jubileo. Todas, formando grupo, cogidas de la cintura o de las manos, pasaban ante el largo tablado cubierto por blancas colchas, sobre el cual los regalos y la ropa de la novia ostentábase con tal magnificencia que arrancaban exclamaciones de asombro:
-¡Reina y santísima! ¡Qué cosas tan preciosas!