Así vociferaban en los corrillos de la plaza los que se creían perjudicados por el futuro matrimonio, ayudándoles en la murmuración casi todos los vecinos de Benimuslim.
El caso era que el tal casamiento no acabaría bien. Aquel vejestorio atacado de rabia amorosa estaba destinado a llorar su calaverada. ¡Pequeños iban a ser los adornos!...
Todo el pueblo sabía que Marieta
tenía un novio, Toni el Desgarrat, un vago que había pasado la niñez con ella correteando por las viñas, y ahora, al ser mayor, la quería con buen fin, esperando para casarse que le entrasen ganas de trabajar y perder la costumbre de beberse en la taberna los cuatro terrones de su herencia en compañía de su amigo el dulzainero Dimoni, otro perdido, que venía a buscarle del inmediato pueblo para tomar juntos famosas borracheras, que dormían en los pajares.
Los parientes de la siñá Tomasa miraban ahora con simpatía al Desgarrat. Este se encargaría de vengarlos.
Y los mismos que antes le despreciaban, los ricachos que volvían la cara al encontrarle, buscábanle en la taberna el día de la primera amonestación, plantándose ante el muchachote, que estaba sentado en un taburete de cuerda, con la vistosa manta sobre las rodillas, la colilla pegada al labio y la mirada fija en el porrón, que, herido por un rayo de sol, reflejaba inquieta mancha roja sobre el cinc de la mesilla.
-¡Che, Desgarrat! -le decían con sorna-. Marieta se casa.