Rugió apartándose del
ventanillo, buscó a los largo de la pared, a tientas, en la oscuridad; algo apoyó en su rostro, contraído por la rabia, y sonaron dos truenos, que hicieron parar en seco la ruidosa cencerrada. Había tirado a ciegas; pero tal era su deseo de matar, que hasta estaba seguro de haber acertado.
Se apagaron las rojas antorchas, oyóse el rumor de la gente que huía apresurada, y algunas voces gritaban desde la calle:
-¡Pillo..., asesino! El Sellut es. Asomat, granuja.
Pero el tío Sento nada oía. Estaba plantado en medio del estudi, como asombrado de lo que había hecho, con la caliente escopeta quemándole las manos.
Marieta, poseída de pasmo,
gimoteaba en el suelo. Su estertor ansioso era lo único que oía él, y dirigiendo su furia a lo que más cerca tenía, murmuraba con ferocidad:
-¡Calla, cordóns!... ¡Calla o te mate a tú!...
El tío Sento no salió de su estupor hasta que golpearon rudamente la puerta de la calle.
-¡Abran a la Guardia Civil!
Debían de estar levantados los criados desde mucho antes, pues la puerta se abrió, acercándose al estudi el ruido de culatas y zapatos claveteados.
Cuando el tío Sento salió a la calle entre los dos guardias vió el cadáver del Desgarrat hecho una criba. No se había perdido un perdigón.