Había que hacer un disparate.
Lo que más alteraba al tío
Sento, aunque él lo callase, era ver que aquel insulto a su persona lo presenciaba medio pueblo, los mismos que antes le temían o le buscaban humildes e imploraban su favor. Su estrella se eclipsaba. Todos le perdían el respeto después de su calaverada casándose con una chica.
Despertábase su soberbia de hombre duro acostumbrado a imponer su voluntad, y temblaba de pies a cabeza ante los feroces insultos.
Conformábase con el ruido: que golpeasen cuanto quisieran, pero que no cantase aquel perdido, pues sus coplas le aglomeraban la sangre en los ojos.
Pero el Desgarrat era infatigable; la gente acogía las coplas con aullidos de entusiasmo, y el viejo, ya trastornado, se hacía atrás, como si en la oscuridad del estudi fuese a buscar algo.
Aún permaneció en el ventanillo viendo cómo la multitud abría paso a algunos amigos del Desgarrat que conducían en hombros un objeto largo y negro..
-¡Gori, gori, gori! -aullaba la multitud, parodiando el canto de los entierros.
Y el novio vió pasar en la punta de
un palo, a guisa de un guión, unos cuernos enormes, leñosos y retorcidos, y después un ataúd, en cuyo fondo descansaba un monigote con dos grandes marañas de pelo en el lugar de las cejas. ¡Cristo, aquello era para él! Ya se atrevían a lanzarle en el rostro aquel apodo de Sellut, que nadie había osado proferir en su presencia.