Pero, ¡qué cencerrada,
señores! Era en toda regla, con coplas alusivas que la gente celebraba con carcajadas y relinchos, y cuando cesaba momentáneamente el estrépito de latas y cencerros, sonaba la dulzaina con sus gangueos burlones, y una voz acatarrada que conocía Marieta (¡Vaya si la conocía!) hablaba de la vejez del novio, de la carasera que había sido la novia y del peligro en que estaba el tío Sento de ir al día siguiente al cementerio si quería cumplir su obligación.
-¡Morrals! ¡Indeséns! -rugía el novio, e iba loco por el estudi, manoteando, como si quisiera exterminar en el aire aquellas coplas que venían de fuera.
Pero una malsana curiosidad le dominaba.
Quería ver quiénes eran los guapos que se atrevían con él y de un bufido apagó el velón, abriendo después un ventanillo de la reja.
La calle entera estaba ocupada por el gentío. Algunos haces de cáñamo seco ardían con rojiza llama, y su resplandor de incendio abarcaba el corro principal de la cencerrada, dejando en la oscuridad el resto de la muchedumbre.
Allí estaban los autores. El
Desgarrat al frente y toda la parentela de la siñá Tomasa. Pero lo que más indignaba al tío Sento era que estuviese allí Dimoni acompañando con su dulzaina las indecentes coplas, cuando el muy ladrón había recibido horas antes dos duros como dos soles por su trabajo en la boda. ¡Y cómo se reía aquel hereje cada vez que su amigo el Desgarrat cantaba una desvergüenza!