El tío Sento la concedía una tregua e iba desnudándose con resignada calma.
-Pero qué tonta eres -decía con entonación filosófica.
Y repetía la frase un sinnúmero de veces, mientras se quitaba las alpargatas y los pantalones de pana, desliándose la negra faja para que el vientre recobrase su hinchada elasticidad.
Oyóse a lo lejos el reloj de la iglesia dando las once.
Era ya hora de acabar aquella situación ridícula. Se acostaba Marieta, ¿Sí o no?
Y el tío Sento hizo con tal imperio la pregunta, que la novia levantóse como un autómata, volvió su rostro a la pared y comenzó a desnudarse con lentitud.
Quitóse el pañuelo del cuello, y después, tras largas cavilaciones, el corpiño fué a caer sobre una silla.
Quedóse al descubierto el
ceñido corsé de deslumbrante blancura, con arabescos rojos, y más arriba, la morena espalda de tonos calientes, como el ámbar, cubierta de una suave película de melocotón sazonado y rematada por la cerviz de adorable redondez erizada de rizados pelillos.