Marieta tenía un horror instintivo a la oscuridad. Aquella casa grande y desconocida le causaba miedo; creyó ver en la sombra la cara ancha y pecosa de la siñá Tomasa, y, trémula, con paso precipitado, creyendo que alguien la tiraba de la falda, se metió en el estudi siguiendo a su marido.
Ahora se fijaba en aquella habitación, la mejor de la casa, con su silletería de Vitoria, las paredes cubiertas de cromos religiosos con apagadas lamparillas al frente y sus colosales armarios de pino para la ropa.
Sobre la ventruda cómoda, con
agarraderas de bronce, elevábase una enorme urna llena de santos y de flores, ajadas; rodeábanla candelabros de cristal con velas amarillas, torcidas por el tiempo y moteadas por las moscas; cerca de la cama, la pililla de agua bendita, con la palma del Domingo de Ramos, y junto a ellas, colgando de un clavo, la escopeta del tío Sento: un mosquetón con dos cañones como trabucos, cargados siempre de perdigón gordo, por lo que pudiera ocurrir.
Y como suprema muestra de magnificencia, como complemento del moblaje, aquella cama famosa de la siñá Tomasa, complicada fábrica de madera tallada y pintada, ostentando en la cabecera media corte celestial, y con un monte de colchones, cuya cima cubría el rojo damasco.
El marido sonreía satisfecho de su triunfo.
¿No veía ella cómo
por fin entraba? Debía obedecerle siempre y no ser tonta. Él sólo deseaba su bien, por lo mismo que la quería mucho.
El viejo a pesar de su rudeza, decía esto con expresión dulzona, como si aún tuviera en su boca algún confite de la comida, y extendiendo las manos con audacia.
-¡Estigas quiet! -decía Marieta con voz sofocada por el miedo-. ¡No s'acoste!
Y mudaba de sitio, huyendo de su marido. Iba de una parte a otra, mirando con ansiedad las paredes, como si esperara ver en ellas algún agujero, algo por donde escapar.
Si no sentía tanto miedo en la oscuridad, pronto hubiera abierto la puerta del estudi,
huyendo de aquella lucha insostenible.