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Pero el padre, el viejo carretero, que llevaba media bodega en la panza, protestaba con lengua torpe y socarrona indignación: ¡Redéu! No parecía sino que a la chica la habían sentenciado y la llevaban al carafalet. Vamos, hombre, que era cosa de caerse de risa. ¿Tan mal le había ido a la madre cuando se casó?

Y empujaba a su vieja para desasirla de Marieta, que también derramaba lágrimas; y entre suspiros y gimoteos fueron hasta la puerta, que cerró el tío Sento, pasando después los cerrojos y la cadena.

Ya estaban solos. Arriba, en el granero dormía la tía Pascuala; en la cuadra se acostaban los criados; pero en el piso bajo, en la parte principal de la casa, sólo estaban ellos entre los desordenados restos del banquete y a la luz cavilante de un velón monumental.

Por fin ya la tenía; allí estaba, sentada en una poltrona de esparto, encogiéndose como si quisiera achicarse hasta desaparecer.

El tío Sento estaba intranquilo, y en la vehemencia de su pasión senil no sabía qué decir. ¡Recordóns! No le había ocurrido lo mismo cuando se casó con Tomasa. Lo que hace la edad.

Por algo tenía que empezar, y rogó a Marieta que entrase al estudi. Pero ¡bonita era la chica! ¡Criatura más terca y arisca no la había visto el tío Sento!

No, ella no se meneaba; no entraba en el estudi aunque la matasen; quería pasar la noche en aquel sillón.

Y cuando el novio intentaba acercarse, replegábase medrosica como un caracol, faltándole poco para hacerse un ovillo sobre el asiento de cuerda.

El tío Sento se cansó de tanto rogar. Bueno; ya que ése era su capricho, que pasase buena noche.

Y agarrando rudamente el velón, se metió en el estudi.

 
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La cencerrada de Vicente Blasco Ibáñez   La cencerrada
de Vicente Blasco Ibáñez

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