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Y a coscorrones fué expulsada aquella invasión de desvergonzados buscadores.

Y fuera gangueaba la dulzaina haciendo locas cabriolas, como si estuviera contagiada de aquel regocijo tan brutal como ingenuo.

A las diez de la noche quedaba ya poca gente en casa de los novios.

Desde el anochecer, que comenzaron a salir del establo los carritos y las caballerías enjaezadas, la mayoría de los convidados emprendía el regreso a sus pueblos, cantando a grito pelado y deseando a los novios una noche feliz.

Los de Benimuslim se retiraban también, y en las oscuras calles veíase a más de una mujer tirando trabajosamente del vacilante marido, que era incapaz de excesos en los días normales, pero que en una fiesta se ponía alegre como cualquier hombre.

La vieja tartana del notario saltaba sobre los baches del camino, dormitando don Julián con las gafas en la punta de la nariz y dejando que guiase su escribiente, a pesar de que éste se sentía tan trastornado como su principal.

Ya no quedaban en la casa más que los padres de Marieta y algunos parientes.

El tío Sento mostraba impaciencia. Cada mochuelo a su olivo. Después de un día tan agitado, ya era hora de dormir. Y bajo las enormes cejas brillábanle los ojuelos con expresión ansiosa.

-¡Adiós, filla mehua! -gritaba la madre de Marieta-. ¡Adiós!

Y lloraba abrazándose a su hija, como si la viera en peligro de muerte.

 
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La cencerrada de Vicente Blasco Ibáñez   La cencerrada
de Vicente Blasco Ibáñez

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