Marieta, abriendo el amplio bolsillo de su falda, vació el plato con un alegre retintín que regocijaba el oído.
La cosa marchaba. Hablaban todos a un tiempo, y la gente deteníase en la calle para admirar la alegría de los convidados.
Aquel vinillo claro, coronado de brillantes, surtía efecto. Todos querían brindar.
-¡Bomba..., bombaa! -aullaban los más alegres.
Y se ponía en pie un
socarrón, vaso en mano, y después de mirar a todos lados con sonrisa maliciosa que prometía mucho, rompía así:
Brindo y bebo,
y quedó convidado para luego.
Todos, a pesar de que ese chiste lo oyeron ya a sus abuelos, acogíanlo con grandes risotadas, y gritaban palmoteando: ¡Vítor..., vítooor!
Y tras esta muestra de ingenio venían otras, todas ellas tan rancias, no faltando quien se lanzaba a improvisar cuartetas rabudas en honor de los novios.
El notario estaba en su elemento.
Aseguraba que el tío Sento acababa de pellizcarle por debajo de la mesa creyendo que sus piernas eran las de Marieta; hablaba de la próxima noche de un modo que hacía ruborizar a las jóvenes, y sonreír a las madres, y el cura, alegrillo y con los ojos húmedos y brillantes, intentaba ponerse serio murmurando bonachonamente:
-¡Vamos, don Julián! Orden, que estoy aquí.