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Los convidados se apresuraron a ocupar sus asientos. ¡Vaya un golpe de vista! Lo que decía el cura con asombro: «¡Ni en el festín de Baltasar!» Y el notario, por no ser menos, hablaba de la bodas de un tal Camacho que había leído en no recordaba qué libro.

La gente menuda comía en el corral.

Y allí también, en una mesita como de zapatero, estaba Dimoni, el cual, a cada instante, enviaba el acólito adonde estaban los pellejos para que llenara el porrón.

¡Cuerpo de Dios, y qué bien lo hacía todo aquella gente! Las dentaduras, fortalecidas por la diaria comida de salazón, chocaban alegremente, y los ojos miraban con ternura aquellas paellas como circos, en las cuales los pedazos de pollo eran casi tantos como los granos de arroz, hinchados por el sustancioso caldo.

Con el pañuelo al pecho a guisa de servilleta, había bigardón que tragaba como un ogro, mientras las mujeres hacían dengues, llevándose a la boca la puntita de la cuchara con dos granos de arroz, mostrando esa preocupación de la mujer campesina que considera como una falta de pudor el comer mucho en público.

Aquello era un banquete de señores; no se comía en la misma paella, sino en platos, y bebíase en vasos, lo que embarazaba a muchos de los comensales, acostumbrados a arrojar un mendrugo sobre el arroz como señal de que era llegado el momento de pasar el porrón de mano en mano.

La cortesía labriega mostrábase con toda su pegajosidad y falta de limpieza. Ofrecíanse de un extremo a otro del banquete un muslo tierno y jugoso, y de unos dedos a otros llegaba a su destino. Todo era obsequios, como si cada uno no tuviese en su plato lo mismo que le ofrecían.

Marieta apenas si comía. Estaba al lado de su marido con la cabeza baja. Palidecía, contraíase su frente reflejando penosos pensamientos y miraba con alarma a la puerta de la calle, como si temiera alguna aparición del Desgarrat.

Aquel maldito era capaz de todo. Aún le parecía oír las últimas palabras de la noche en que se despidieron para siempre. Se acordaría de él, ya que por avaricia quería casarse con el tío Sento; y ella sabía que aquel bruto, con su cara de hereje, era capaz de hacer algo que fuese sonado. Lo más raro era que, a pesar de sus temores, el furor del Desgarrat le producía cierta inexplicable satisfacción. No había remedio; aquel maldito le tiraba mucho. No en balde se habían criado juntos.

 
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de Vicente Blasco Ibáñez

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